martes, 13 de febrero de 2024

Sobre historias, paradigmas y Colombia (recuerdos de una charla)

Esa idea que escuché de mis amigos Jasmín León de Rivera y Álvaro Gutiérrez (terapeutas sistémicos) de que somos confluencia entre historias que nos contamos e historias que son contadas sobre nosotros me pareció fundamental, y plausible de ser explorada en la literatura. Creo que en el fondo todos somos personajes, y podemos tener una nueva visión de la neurosis como historias conflictivas, ficciones mal resueltas. Creo que Colombia es eso: una ficción que no se resuelve; yo había desvariado un poco en algún texto mío sobre el tema del bolero y el tango, como una especie conflicto de género musical, que en nuestro país no se pudo resolver a tiempo. Me parece poética esa posible visión de los sistemas en donde la infraestructura no son los objetos sino las relaciones entre ellos: algo muy actual en la física moderna. Una especie de inversión de la pirámide, como decían los marxistas sobre la filosofía hegeliana: «Marx invirtió la pirámide del idealismo alemán». Hablando de estas cosas, mi mentor y amigo Prof. Reiner Hartenstein insistía que el paradigma de computación actual era ineficiente pues su estructura es estrictamente burocrática: una memoria para almacenar el programa, un procesador para ejecutar paso a paso cada una de las instrucciones del programa y canales de comunicación entre procesador y memoria para transferir las instrucciones al procesador, donde son ejecutadas, y retornar resultados de vuelta para la memoria. Esto resultaba naturalmente en trancones, tal como acontecen en la calle 5 de Cali, lo que implica en colocar policías de tránsito, exigir protocolos, aplicar multas, etc. Esta estructura que mi amigo criticó tanto es conocida como paradigma de von Neumann. Hartenstein divulgaba un paradigma alternativo: la computación debía ser basada en los datos y no en instrucciones; pues es más eficiente procesarlos directamente sin tanta burocracia. Llamaba a esto de computación basada en flujo de datos. Estos últimos transitan por estructuras computacionales (circuitos) que ya saben a priori como procesarlos.  O sea, estaba proponiendo invertir la pirámide. Es normal que en algunos momentos tengamos que invertir pirámides, o volverlas a colocar en posiciones anteriores. Voy a colocar aquí algo polémico: los géneros literarios se resumen en dos: la prosa y la poesía (con el perdón de los profesores de literatura). Pero no podemos tener prosa de calidad sin poesía, y en esta última, de alguna manera contamos algo de nosotros: estamos prosificando. Hantenstein, fiel escudero el paradigma de flujo de dados, al final de su vida reconoció que no podría librarse del paradigma de von Neumann y de sus secuaces del cartel liderado por la empresa de microprocesadores Intel (llamó a esto twin-paradigm). De cualquier manera, en este momento creo que somos más relaciones que sujetos, pero puedo cambiar de idea mañana... Veo que la frase de los psicoanalistas contemporáneos de que «somos el otro», se resuelve em que somos las relaciones, que se expanden a través de nodos internos: somos estructuras múltiples, tal vez varios sujetos a la vez, que conversan con sujetos externos, que también son multitudes. Creo que la sociología y la antropología aún tienen que aprender mucho de estas vertientes.

(Carlos Humberto Llanos)

lunes, 12 de febrero de 2024

Una breve discusión sobre dos temas de Cioran

(1)

«Creo que el politeísmo, como visión religiosa, se opone a la intolerancia; la tolerancia no es posible en un sistema monoteísta. Sería contradictorio. Si solo existe un dios no puede haber más que una verdad; si existen más dioses, hay más verdades. En consecuencia, la tolerancia solo se concibe a partir de un cierto escepticismo. No hay verdad absoluta, sino muchas verdades, muchos pareceres. En el politeísmo se toleraban, más o menos, todas las religiones, excepto el cristianismo. ¿Por qué? Porque el cristianismo es intolerante. Todo monoteísmo implica necesariamente intolerancia.» (E. M. Cioran)

Comentario: aquí Cioran se refiere a la libertad de credo, a no someterse a una verdad absoluta. El problema de estas vertientes del pensamiento es pensar que el paso del politeísmo al monoteísmo se da únicamente por una imposición de fe, y no por una insuficiencia conceptual, que se traduce en la tendencia imperativa de una «unificación». En la ciencia se puede percibir este hecho como algo necesario y raramente contestado: de buscar una visión unificada del conocimiento. En la física verificamos que llevamos décadas intentando unificar en una sola teoría cuatro ideas: fuerza gravitatoria, fuerza electromagnética, fuerza nuclear fuerte, y fuerza nuclear débil, y hasta ahora solo tenemos resultados parciales. Pero no hay evidencias de que no se pueda llegar a una unificación: es un problema abierto, como se dice en la ciencia de la computación, y a nadie en sano juicio se le ocurriría condenar esta tentativa.
        En otra perspectiva, el esfuerzo de unificar la visión relativista con la visión cuántica implica en romper algunas barreras: la física cuántica usa conceptos de espacio y tiempo que son clásicos, mientras que la física relativista usa conceptos de energía y materia también demasiado clásicos. Así, el problema es que no conseguimos deshacernos del todo de la visión newtoniana, de que lo que percibimos con nuestros sentidos es lo real. En matemática y computación la unificación juega varios papeles, digamos que tiene varios abordajes: encontrar soluciones que satisfagan un conjunto de ecuaciones, encontrar modelos que agrupen varios modelos aparentemente independientes (simplificación), o encontrar sustituciones en variables de formulaciones lógicas que permitan que dos o más fórmulas sean iguales (y pueden haber otros significados).
        Sobre esta visión, de lo que es unificación en sus múltiples aspectos, podemos ver las diferentes áreas de la ciencia como visiones, entrelazadas únicamente por un hilo: el método científico. Tal vez  podríamos ver el politeísmo como enfoques del mundo entretejidos por nuestra limitación fundamental, aquella que llamamos «mortalidad». Así, el paso del politeísmo al monoteísmo pode ser visto como un procedimiento de unificación, buscando una visión más simple, que dé sentido a la complejidad de existir como sujetos.
        De esta manera, la crítica al monoteísmo debe ser centrada más en su carácter violento; digamos, de hacer una sustitución de una variable por otra de manera forzada, de manera errada. No se puede sustituir un dios parcial por un dios total, sin usar procedimientos adecuados, sin que dicha sustitución sea una imposición, sin que la misma sea impostora. Sustituir un dios parcial por un dios total estaría más parecido al proceso de inducción lógica (ir de lo particular para lo general), tan criticado por Popper, tan difícil de entender como la gravedad cuántica o como la teoría de las cuerdas, por lo menos para nosotros, simples mortales.
        No queda claro se Cioran afirma que nunca hubo imposición violenta en el politeísmo, pues es siempre problemático determinar si las llamadas guerras santas (que puedrían envolver visiones monoteístas o no) no llevan ocultas un lastre de intereses económicos (en la visión marxista); o viceversa, si las guerras por intereses económicos no son inducidas por motivos ideológicos, que pueden emerger envolviendo pulsiones religiosas.
        Sobre la relación de tolerancia con el escepticismo (como lo trata Cioran), podemos pensar en el concepto de «completitud» en lógica, desde el punto de vista de la parafernalia axiomática: «un sistema axiomático completo es aquel en el cual se puede demostrar o refutar cualquier afirmación dentro del sistema utilizando las reglas y axiomas del mismo». Esta idea nos asegura que no existen lagunas en el sistema, y que todas las afirmaciones son decidibles dentro de ese marco teórico. 
        El problema es que hay fundamentos contundentes en el sentido contrario a la completitud axiomática y sus consecuencias: Kurt Gödel demostró que a partir de un conjunto de axiomas sin contradicciones entre sí, existen enunciados que no se pueden probar ni refutar a partir de ellos. O sea, hay teoremas que son verdaderos y no pueden ser demostrados a partir de las bases de cualquier sistema axiomático que podamos proponer. Esto introduce de manera formal la universalidad de la «incompletitud» (por lo menos en la matemática) y, por consecuencia, de la «duda» (una posible fase del escepticismo): esa boca abierta que mantienen los poetas al caer de un verso nocturno. Coloco aquí la «duda» como un posible soporte al «misterio», ese algo irresoluto al que debemos deponer todas nuestras inocuas armas. Si hay dioses, sus imágenes deberían evocar esta duda cotidiana. Si hay un dios universal, deberíamos inventar una iconografía sagrada de esta duda categórica, tal vez como alternativa, o complemento, a la duda metódica cartesiana. Esa bendita perplejidad que puede salvarnos del peor de los pecados: el fanatismo.

(2)

«Pero ahora voy a referirme al aspecto positivo del suicidio. Al suicidio como acto. El cristianismo ha privado al hombre de un recurso extraordinario. El peor crimen del cristianismo es haber condenado este acto, ya que, al hacerlo, ha condenado al hombre. ¿Qué significa pensar en el suicidio? ¿Por qué –me dicen– no se ha suicidado? Porque para mí el suicidio –pese a haber sentido muchas veces la tentación de matarme– no implica la idea de desaparecer, sino la de poder soportar la vida. El suicidio es una especie de salvación. Al pensar “de mí depende el hecho de desprenderme de todo”, se tiene la sensación de ser único y, por consiguiente, uno se sabe libre, en el pleno sentido de la palabra. El cristianismo, pues, le ha quitado al hombre esta gran posibilidad. En este sentido, y no solo en este, el paganismo es infinitamente superior.» (E. M. Cioran)

Comentario:  Es difícil creer que el suicidio represente el supra-summum de la libertad, pues solo simboliza un dedo que aprieta un gatillo que ya fue accionado en el momento en que nacemos. Todo lo que vive muere, esa es la ley de la naturaleza, repetía Gerardo Schmedling a sus alumnos. Y en la discusión de nuestra ilustre mortalidad siempre encontramos un culpado: el tiempo. A este respecto, los físicos nos dicen que no hay sentido en hablar de términos tan usuales como presente, pasado y futuro, pues en las ecuaciones de cualquier sistema dinámico no hay cómo diferenciar estos elementos. 
        También hay indicios sobre formulaciones matemáticas (en la física actual) en donde la variable «tiempo» es ausente: no es necesaria pues no tiene expresividad. El único vestigio sobre la existencia de una flecha del tiempo, que va del pasado para el futuro, es algo que llaman «entropía» (la segunda ley de la termodinámica). O sea, el tiempo está relacionado con la producción de calor que siempre ocurre en procesos irreversibles. Pero esta misma ley es formulada en contextos probabilísticos (y no determinísticos), o sea, el calor va, con una probabilidad mayor, de regiones más calientes para regiones más frías. Y como toda formulación probabilística, esto implica en una pulga detrás de nuestra oreja que nos dice algo como esto: esta enunciación existe así por que hay ignorancia (tal vez otra faceta de la incompletitud). En efecto, el físico Carlo Rovelli sugiere que la entropía aparece solo por nuestra visión parcial de los hechos. Esto puede envolver, por carambola, de que lo que conocemos como «tiempo» puede ser una sutil ignorancia de algo que desconocemos.
        Sin importar si el tiempo existe o es una ilusión, nuestra mortalidad tiene una ventaja: nos libra del tedio de tener que ser eternamente el mismo personaje. El mismo Borges, después de viejo, decía algo como esto: «estoy ya cansado de ser Borges.». Y no se necesita ser un minotauro porteño para ver algo tan positivo en nuestros irreversibles desencarnes.


Nota: Textos de Cioran extraídos de: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/sobre-el-suicidio/

(Carlos Humberto Llanos)

sábado, 6 de enero de 2024

Politiqueando I (mi anti-credo)

Defiendo a Petro y su proceso, creo firmemente que era necesario para Colombia. Por otro lado, no veo como salida el radicalismo. Los conservadores lo ensayaron y crearon Bolsonaro y sus seguidores, y en la izquierda hay algunos ejemplos históricos bien tristes, no los voy a citar aquí.  Lo poco que critico en Petro son algunos lances de intransigencia y que en algunas veces rayan en el irracionalismo, pero opino que son pocos. Sobre la izquierda, creo que el surgimiento del marxismo significó un paso fundamental para la comprensión de los fenómenos sociales. Pero no considero el marxismo como un dogma, sobre todo porque no consigo aceptar ninguno. Corto y grueso, considero que el único problema del marxismo son los marxistas. Veo siempre un aire de arrogancia en ellos que me incomoda; es tan jarto e incomodo hablar con ellos  como lo es hacerlo  con los lacanianos. Escuché una vez de Estanislao Zuleta esta crítica a los lacanianos: «ellos dicen así: si no me comprendes debes aceptar que soy muy inteligente». Sobre mi duplo malestar (con marxistas y lacanianos), hago siempre  esta analogía, soy viciado en ellas: libido igual a lucha de clases, e inconsciente igual a economía. Veo en esas analogías el dogma fundamental de la santa iglesia marxista, apostólica y leninista, así como de lacanianos.   En el caso de los marxistas, ese dogma intenta aproximarse, por analogía, de la idea de la mecánica de la explosión basada en el papel de los comburentes (en este caso, el oxígeno) en la producción del fuego a partir de combustibles. O sea, la lucha de clases sería el comburente de  los procesos sociales a gran escala. Y la economía el combustible, la base, la infraestructura, como se dice, la sustancia omnipresente en el proceso (tal vez una especie éter). Observe que escojo esta analogía en ese orden y no al contrario, pues el comburente tiene un carácter dinámico, puede aumentar o aliviar su fervor. Por el contrario, el combustible tiene un aura estable, se consume lentamente durante el proceso (esto lo saben muy bien los ecologistas, cuando hablan de la naturaleza como economía que se agota). Pero como pasa con  toda tesis mecanicista, el marxismo  está sujeto a ser ajustado, o a ser reescrito, inclusive de manera radical (tal vez aquí me contradiga). Ah, y creo que la fusión atómica, que produce la energía del sol, no necesita comburentes; ocurre por otro tipo de proceso: la mecánica cuántica. Así, tal vez necesitemos de mentes tan radicales como Planck,   Schrödinger, Heisenberg, Einstein, Dirac, Bohr y von Neumann, entre otros, para crear nuevas visiones que ayuden a explicar los fenómenos sociales, que son supremamente complejos,  e incluyen aspectos de psicología social/individual, y por qué no metafísicos (digamos, espirituales), entre otras cosas. Puede ser que  por decir estas cosas me tachen de tibio, de centrista, fajardista, o de cualquier otra cosa. Pero ese es un riesgo que debo asumir. Todos los modelos están errados (inclusive el marxista), son solo aproximaciones,  pero algunos son útiles, parodiando el viejo profesor de teoría de sistemas George Box. 

(Carlos Humberto Llanos)

lunes, 20 de febrero de 2023

Libros e inteligencia artificial

Podemos reflexionar un poco sobre la frase de Humberto Eco, que dice algo como esto: «el libro es un invento del mismo calibre que la cuchara, no puede ser mejorado». En su apariencia puede ser una defensa irrefutable a la perennidad del libro. Pero puede también explicar su sentencia a muerte, pues lo que no se puede mejorar algún día será descartado, es la ley de evolución. No dudo que la cuchara sea inmejorable, podemos cambiar el material con que está hecha, pero su funcionalidad principal será la misma (recoger la comida para llevarla  a nuestra boca).  Pero si la estructura de los alimentos cambia, tal vez pase a ser inútil, una pieza de museo. Para ejemplificar, los astronautas usan dietas basadas en barras de cereales enriquecidos con suplementos alimenticios y cápsulas con otros complementos, ¿y dónde está la cuchara aquí? El libro está basado en una tecnología que siguió la trayectoria de solidificar el discurso en la textualidad, y bajar esta última a un soporte mediático específico. Hubo un tiempo, una especie de pre-ensayo, en que aparecieron otras medias, como el  disquete de 8 pulgadas;  después vino el disquete de 5 y un cuarto de pulgada, después el CD, el DVD, el pendrive y ahorita la nube. Estamos en peligro de ver el libro desaparecer y abrigar la misma nostalgia por los viejos disquetes. La nueva biblioteca está tomando la forma de una enorme enciclopedia, donde cualquier duda puede ser consultada más por el tema, por el contexto y menos por el autor. Para esto se usa el concepto de memoria asociativa, un tipo de dispositivo electrónico que permite recuperar elementos haciendo coincidir alguna parte de su contenido, en lugar de especificar su dirección; el hipertexto es hijito de esta idea… O sea, este mecanismo computacional funciona de manera parecida a la forma como nuestro cerebro busca la información en su red neuronal. Buscar información por el autor pasará a ser tan anticuado o inútil como usar los antiguos teléfonos fijos, o como procurar el lugar de nuestras carencias y conflictos sugeriendo dónde podrían estar (en vez de usar la asociación libre descubierta por el viejo Freud).  Así, lo que nos intimida no es que el libro entre en colapso, sino que el autor desaparezca, se extinga como los dinosaurios. Nuevas herramientas de búsqueda de contenidos como ChatGPT consiguen traer textos coherentes sin explicitar las fuentes, los autores. Podríamos colocar un trecho de un diálogo de Úrsula con José Arcadio y solicitar textos similares en Borges o en Chesterton, exigiendo asociaciones semánticas o algo por el estilo; y esto cada vez funcionará de manera más eficiente. 

(Carlos Humberto Llanos)

martes, 18 de enero de 2022

Algo sobre anarquismo epistémico


Hélio Schwartsman es un columnista del periódico Folha de Sao Paulo, el más prestigioso y confiable del Brasil. Hace pocos días escribió una columna llamada Tiempos sombríos en la ciencia, título impactante, tal vez exagerado si se trata de criticar el discurso científico, que por sus resultados, más que por sus argumentos, se ha ganado la confianza de la mayoría de las personas. Es que si se trata de verificar los argumentos encapsulados dentro de los discursos tenemos las variedades; pues lo que nos dicen los curas, pastores, brahmanes, chamanes, cartomantes y astrólogos son narrativas basadas en algún principio, con argumentaciones derivadas a partir de algunas reglas, y que nos muestran algunas leyes de las cuales es mejor no apartarse.
        Pero lo que nos insinúa Schwartsman es que tal estructura discursiva le cabe muy bien a la ciencia, y para esto cita el epistemólogo Paul Feyerabend, un filósofo y errante austriaco, que comenzó como devoto de Popper; pero como como buen hijo, lo renegó y se declaró anarquista, del punto de vista epistemológico. Aquí la palabra «anarquismo» no es tratada como un pormenor pirotécnico, pues para Feyerabend, no existen reglas que caractericen el método científico; ni existen diferencias objetivas entre los entusiastas de la ciencia, la astrología y la danza de la lluvia. El método hipotético deductivo popperiano no explicaría nada más allá de lo que revelaría el Génesis acerca de la creación del mundo. Lo que tenemos son discursos con distintas capacidades de imponerse y, por lo tanto, sería una cuestión de poder; lo que llevaría el temita al ámbito de la política, tal como lo imaginaría Marx. Para Feyerabend, la mejor manera de asegurar el avance de la ciencia es dejar que interactúe libremente con otros discursos, en una lucha libre y campal, y ahí entraríamos en la épica, como disciplina literaria.
        En la relación entre épica y política podemos percibir la articulación entre las nociones de discurso, poder, guerra justa, paz, soberanía, civilización, vida, muerte y, por supuesto, ideología. La forma y estructura de esa relación cabría en la poética, el análisis literario de segundo nivel, algo bien parecido a lo que ocurre cuando abordamos la epistemología, «la ciencia de las ciencias», como me la definió alguna vez mi amigo Julio César Londoño.
        Y esta postura de Feyerabend nos haría repensar sobre lo que es el «estado laico», algo inmune a discursos de cualquier orden y género, inclusive los religiosos y científicos, tal vez los literarios. Obviamente habrían los peligros, si tomáramos como ejemplo lo que ocurrió recientemente en Nueva Zelandia, un país ejemplar en muchos aspectos, en donde la idea de civilización parece estar por encima de aspectos culturales. Sin embargo, una comisión gubernamental propuso que «Matauranga Maori», el conocimiento tradicional maorí, se incluya en el plan de estudios escolar en pie de igualdad con la ciencia «occidental».
        Pero, por lo que nos relatan los chismes, un grupo de académicos de la Universidad de Auckland escribió una carta criticando la idea, en donde los profesores, sin oponerse a la enseñanza de la «matauranga», sostenían que no debería ser como ciencia. La reacción fue fulminante, y los firmantes de la carta fueron llamados racistas y colonialistas, y ahora están sujetos a posibles sanciones ejemplares.
        El problema de la propuesta de Feyerabend está en su dinámica de «lucha» entre discursos, en vez del intercambio colaborativo y respetuoso entre ellos, algo esencial en la laicidad del estado. Este último aspecto sería una vacuna contra los tumores malignos del negacionismo y el oscurantismo, que tanto nos asustan en los días actuales, como el diablo asustaba en la edad media.

jueves, 12 de agosto de 2021

Una reseña crítica de un ensayo de Malcom Deas sobre gramática y poder en Colombia


Malcon Deas es un historiador inglés, formado en la Universidad de Oxford. Su primer viaje a Colombia lo realizó en 1963, momento desde el cual empezó a venir con regularidad. Sus investigaciones han sido principalmente sobre historia de Colombia, Venezuela y Ecuador durante los siglos XIX y XX. Ha publicado ensayos acerca de temas como la historia del café, las guerras civiles, la historia fiscal, los conflictos políticos y la cultura. También, ha editado selecciones de la obras de Eloy Alfaro y José María Vargas Vila.
        Sus libros son básicamente recopilación de ensayos, y uno de ellos es Del poder y la gramática y otros ensayos sobre Colombia, publicado en 1992 por Tercer Mundo Editores, con prologo de Alfonso López Michelsen. El primer ensayo del libro tiene como título Miguel Antonio Caro y amigos: gramática y poder en Colombia, en donde hace un análisis historiográfico de una generación de políticos que tiene raíces en la burocracia imperial española que se reveló contra la metrópoli, durante el periodo de independencia, y que se estableció como actor del poder durante más de un siglo.
        Todo esto no tendría ninguna peculiaridad para llamar la atención, a no ser por dos hechos importantes. El primero es que los personajes citados no eran dueños de grandes tierras ni poseían grandes bienes comerciales, y el segundo es que los mismos eran notables gramáticos, filólogos, latinistas y, en su gran mayoría, conservadores.
        Durante el transcurso de su ensayo nos entrega datos interesantes sobre la organización (o la desorganización) social del país, victima de una serie de guerras civiles que afectaron el territorio nacional durante el siglo XIX (después de la independencia), así como la estructura social y psicológica de los núcleos elitistas que terminarían por ejercer el poder durante al menos tres décadas. Los efectos de tal situación fueron devastadores al comienzo del siglo XX: un país con los peores índices de pobreza en la región y victima de un analfabetismo extremo.
        Los personajes principales de esa élite republicana son Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, José Manuel Marroquín, José María Vergara y Vergara, Marco Fidel Suarez, Santiago Pérez y, de manera tangencial, Rafael Núñez y Miguel Abadía Méndez. Varios de ellos fueron presidentes, vicepresidentes, congresistas, diplomáticos, o ocupantes de importantes cargos en los gobiernos de la época.
        Es impresionante verificar la producción cuantitativa de dichos individuos. Por ejemplo, Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo escribieron una gramática latina que ganó prestigio en España y se publicó en varias ediciones. Caro se mostró como un gran conocedor de la obra de André Bello, cuya gramática era la más utilizada en Hispanoamérica, y escribió su Tratado del participio. Además, fue el redactor principal de la Constitución de 1886. Rufino José Cuervo publicó su libro Apuntaciones críticas sobre el leguaje bogotano con éxito rotundo de ventas en 1872, elogiado en un artículo de la Enciclopedia Británica como «referencia en el español de América». José Manuel Marroquín publicó su Tratado de ortología y ortografía castellana, con informaciones sobre el tema na forma de rimas (recordemos que estos ilustres personajes cometían algunos poemas), obra que en la actualidad se imprime y se vende por las calles bogotanas.
        Alrededor de Caro había otros gramáticos como Marco Fidel Suárez, que se sentía pleno cuando pescaba gazapos en los textos de sus enemigos políticos, incluyendo sus copartidarios, como José M. Marroquín y su delfín Lorenzo. Este último escribió una novela (Pax) para exponer las buenas costumbres de la Bogotá de entonces. Pues Suárez se vengó de sus dos desafectos escribiendo un texto de 150 páginas sobre los horrores gramaticales de la novela de ese tal Lorenzo. Por otro lado, sabemos de los delirios de Núñez por la lingüística, y que parte de sus sueños era que su amigo Caro tradujera sus versos al latín, como nos cuenta Daniel Samper Pizano en su libro sobre los presidentes colombianos.
        Pero para algunos de estos personajes, sus actividades no paraban en ser presidentes, congresistas o militares. Por ejemplo, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín y José María Vergara y Vergara fundaron la Academia Colombiana de la Lengua (Rufino J. Cuervo fue su miembro más preeminente), y eran miembros correspondientes de la Academia Española. Dicen que el número original de miembros era 12, correspondiente a las 12 casas de los conquistadores que se asentaron en la sabana el 6 de agosto de 1538. Claro, la mayoría de sus miembros eran conservadores; solo los líderes radicales Santiago Pérez y Felipe Zapata hacían parte del grupo, por sus amistades con los líderes godos.
        La academia fue aprobada en 1871 por la Academia Española, y fue la primera en América Latina en ganar este galardón. Como eran épocas de gobiernos radicales, tuvieron oposiciones fuertes. Los argumentos usados en su contra eran «ser los soldados póstumos de Felipe II», rezar el rosario durante sus reuniones y escribir la conjunción «y» así y no con «i», a la manera del detestable monarca. Los conflictos ideológicos de entonces abarcaban estos hechos estrafalarios, en donde se consideraba que el uso de la «y» era notablemente conservador, a pesar de que Caro decía que favorecer la «i» era un pecado atribuible a Felipe II.
        Pero del lado radical, y sus descendientes liberales, también había las preocupaciones lingüísticas. Por ejemplo, Rafael Uribe Uribe en algún momento de su prisión escribió el Diccionario de abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje. Tomó, a la carrera, clases de latín para enfrentarse, con poco éxito, en el congreso con la mayor figura del partido conservador, Miguel Antonio Caro, que era reconocido por sus dones como latinista.
        Fuera de Rafael Uribe Uribe los liberales tuvieron a Santiago Pérez, líder radical y presidente del país entre 1874 y 1876; quien fue autor de la primera gramática colombiana, Compendio de Gramática Castellana, para uso de sus alumnos, pues era dueño de un colegio. También escribió un resumen de la gramática de Bello. Por otro lado, el vallecaucano César Conto, que fue un activista en los conflicto educativos que generaron la guerra civil de 1876-1877, escribió su Diccionario Ortográfico de Apellidos y de Nombres Propios de Personas.
        Malcom Deas nos dice que a pesar del siglo XIX haber sido la edad de oro de los lexicógrafos, gramáticos, filólogos y letrados vernacularizantes, no consigue explicar ese tejido imbricado entre poder y gramática filológica en Colombia; a pesar de haber estudios colocando tal fenómeno por el surgimiento de los nacionalismos en diferentes partes del orbe. Esto suele ser aplicado, por ejemplo, en las colonias independizadas de Norteamérica, en donde la inseguridad del nuevo estatus de nación independiente los hacía ser, en su inicio, más papistas que el papa con el rigor del lenguaje escrito y hablado, con la finalidad de aumentar la autoestima como pueblos soberanos.
        Pero en el caso colombiano, las inclinaciones lingüísticas de su clase dirigente no serían explicadas por algún tipo de nacionalismo tardío; teniendo en cuenta que sus dirigentes, sobre todos los del bando conservador, tenían una admiración devocional por España, divulgando a diestra y siniestra la idea de que las guerras de independencia no fueron guerras entre naciones sino, más bien, guerras civiles entre hermanos.
        M. Deas sugiere, sin explicar mucho, que habría algo más en juego, pues el dominio de la lengua estaría emparentado con el dominio de las leyes, al rigor sintáctico y semántico de los textos, y a la configuración de una proto clase, que sabía hablar, conocía los clásicos y, sobre todo, tenía el apoyo intelectual de los académicos de España, ¿serían tal vez los precursores de la «gente de bien», de la que hablamos hoy en día?
        Sin embargo, el autor hace énfasis en las preocupaciones, tanto de liberales como conservadores, en adoptar los métodos más adecuados, según sus ideologías, para ilustrar las masas analfabetas del país. O sea, cuál sería el sistema educativo a ser adoptado para Colombia. Y nos dice que este asunto es de vital importancia para entender las interminables guerras civiles que ocurrieron en el siglo XIX, o tal vez sea una de sus causas principales.
        Pero además de sus habilidades lingüísticas varios de estos protagonistas tuvieron actividades como educadores. José M. Marroquín también fue propietario de colegio. En el caso de este último, fueron adoptadas las normas de los jesuitas para adoctrinar a sus alumnos con el método de la «letra con sangre entra», en donde sus alumnos eran obligados a memorizar las rimas ortográficas de Marroquín. También sabemos que este personaje había sido profesor en la escuela de Pérez. Caro también abrió una escuela después de su retiro de la presidencia. Algunos de estos prohombres eran también profesores universitarios, tal como el conservador Miguel Abadía Méndez (último presidente le la hegemonía conservadora) que continuó con sus clases de derecho durante el ejercicio de la presidencia de la república, por el partido conservador.
        Sobre sus bienes comerciales, Miguel Antonio Caro fue propietario de la Librería Americana que pasó a las manos de José Vicente Concha, presidente conservador entre 1914 y 1918, y los Cuervo eran fabricantes de cerveza, precursores de la cervecería Bavaria. Y así, el autor se pregunta sobre cómo cuatro personas conectadas por la gramática, la filología, algunas escuelas y una librería podrían generar una clase política tan fuerte y decisiva en un país como Colombia.
        Como presidentes, políticos y escritores son poco recordados. Marroquín perdía Panamá mientras Caro y sus colegas debatían en el congreso si el texto propuesto por los EEUU era gramaticalmente correcto, o era un acuerdo o un contrato. Abadía fue presidente durante la matanza de las bananeras, denunciada por los discursos ya incendiarios de Gaitán, y por estar registrada en la novela de Gabo. De Marco Fidel Suárez no sabemos nada y de Rafael Núñez nos sobran sus dolidas estrofas del himno nacional. Sobre Rufino José Cuervo sabemos sobre la tentativa de Fernando Vallejo de canonizarlo en años recientes por su obra Diccionario de construcción y régimen de la lengua española; con fuerte oposición de escritores, tal como Julio César Londoño que describe a Vallejo como «el notario del notario»; o sea, aquel que registra aquella figura que dedicó toda la vida a registrar la corrección de la lengua castellana (que era hablada en una sabana muisca castellanizada), pero sin tener en cuenta que la lengua es algo vivo que evoluciona, por derecho, con la historia.
        M. Deas nos dice que los Caro, Marroquín, Cuervo y Vergara estaban convencidos que el poder debía ser ejercido por letrados descendientes de familias españolas., que vinieron a ejecutar cargos burocráticos. Y para estos letrados, el lenguaje correcto era parte fundamental del poder, y su cordón umbilical con sus ancestros españoles.
        Siendo la burocracia imperial española de las más imponentes de la historia (como lo afirma el autor), es comprensible que sus descendientes no hayan olvidado que lenguaje y poder son dos caras de la misma moneda. Pero no nos explica algo que muchos colombianos ya intuimos: que tal verborragia lingüística sería el huevo de la serpiente que nos impidió tener un estado laico durante décadas, y que tal fidelidad fundamentalista al rigor gramatical y filológico sería la semilla del «mamertismo» colombiano (otra máscara del godismo) que tantas vidas ha cobrado al país durante los últimos 70 años.
        Obviamente sostener esta hipótesis sería tema de estudios académicos. Pero la idea es esta: «la letra con sangre entra», tan vinculada en la didáctica conservadora impuesta desde la época, ya sería una forma de violencia. Y así, su estructura podría ser observada también en «el catecismo con sangre entra», que aparece en la represión sexual implementada en Colombia, por el sistema educativo adoptado y, posteriormente, en «el manifiesto con sangre entra», típico de lo que yo llamo aquí «mamertismo» colombiano.
        Tal vez un conocedor de Michel Foucault ya tenga la respuesta en la punta de la lengua, pero este no es mi caso. No quiero ser peyorativo, ni definir a priori que «mamertismo» sea sinónimo de izquierda, en el ámbito colombiano. Pero veo el último caso como una consecuencia de los dos primeros tipos de fanatismo; toda acción genera una reacción, por lo menos a largo plazo.
        Intento ver la misma estructura en los tres casos, para verificar cómo funcionan los mecanismos que generan el mismo síntoma: la violencia. Pero esto es un vicio mío de ingeniero. Obviamente, entrelazar violencia lingüística, violencia/represión sexual y violencia política (aparte de cuestiones partidarias) es un tema complicado, y tendríamos que ver la parte socioeconómica del asunto.
        Un punto importante en el ensayo de M. Deas, es que el aspecto de «lucha de clases», en este caso colombiano, queda algo desconectada de ideas socio-economicistas, pues los que detentaban los medios de producción, o riquezas materiales, no eran los lingüistas que estaban en el poder. Tal vez sea una falsa contradicción, pero sería interesante verificar si existe realmente. Caso contrario, descubriríamos (tal vez algo ya observado) que el conocimiento puede detentar más poder que los propios medios de producción, por lo menos en ciertas circunstancias.
        Este fenómeno podría ser explicado por la extrema pobreza de la sociedad colombiana después de las guerras civiles; en donde se aplicaría, de manera implacable, la vieja sentencia de que «en el reino de los ciegos el tuerto es rey». Algunos argumentos que he escuchado apuntan a que la sociedad colombiana tomó el camino del godismo por el fracaso del radicalismo en construir un sistema político ordenado y estable.
        Pero hasta aquí hemos hablado sobre letras y violencia, y hemos omitido conversar sobre las armas, y el respeto y los miedos que nos producen; pues cuando decimos que lenguaje y poder son dos caras de la misma moneda estamos afirmando algo bien sabido: que el poder está asociado a las armas, y que la estructura de las letras en sus aspectos léxicos, sintácticos y semánticos las vuelven armas, y las vinculan al poder. O sea, dejamos de hablar de letras y vocablos y ahora conversamos sobre gramática, del lenguaje estructurado, del lenguaje correcto, con sus leyes y pecados.
        Sobre esa falsa dicotomía de las letras y las armas observamos algo en don Quijote, en su discurso de las armas y las letras: «dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios».
        Y termina defendiendo el quehacer del soldado sobre el del letrado con estos términos: «alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque en cada paso está a pique perder la vida».
        Mas aquí solo habla el personaje creado por el mayor exponente de las letras castellanas, quien opina sobre el riesgo de perder la vida, de la cuestión de miedo a morir, en el día a día del soldado, y quien tenía el poder de la palabra cuando discursaba. Pero bien sabemos que la trilogía secuencial miedo, rabia y culpa, en donde cada una genera la siguiente en un círculo vicioso (y esto lo podemos observar en los animales), en su grado superlativo se convierte en pánico, violencia y autodestrucción; algo que podemos observar en el estado actual de la sociedad colombiana.

Carlos Humberto Llanos

viernes, 11 de junio de 2021

Un poco sobre ciencia: una visión algo popperiana

«La ciencia descubre, la tecnología inventa, el arte crea. La ciencia es la arqueología de los fundamentos de lo que existe, de lo ya creado; la genealogía de algo que permaneció oculto. Descubrir es ir atrás de lo ya existente, de lo que permanece cubierto y, por lo tanto, de incógnito».

Esta afirmación del epígrafe da la impresión de que las teorías científicas son narrativas de las leyes ocultas de la naturaleza y que aparecen como una revelación en los textos especializados. Sin embargo, toda teoría en rigor es falsable, basta solo un contraejemplo para derrumbarla, o dejarla grogui y confinada a un ámbito restricto.  
    Y esto nos lo dice Karl Popper, un tipo con fuerte formación científica, que dedicó su vida a la filosofía dejándonos una luz sobre la naturaleza de la ciencia y de sus fundamentos epistemológicos. Sus aportes nos dieron una visión sobre lo que es y lo que no es una teoría científica. En su obra propuso que los científicos fabrican hipótesis que deben ser confrontadas con los datos experimentales colectados en los laboratorios. Si alguna de ellas sobrevive será por ser coherente con todas las informaciones conocidas, y podría así ser denominada teoría. Mas toda teoría tiene plazo de validez tal como los lácteos en los supermercados; pues en su caso, en algún momento le puede quedar grande una nueva observación. Y esto fue un parteaguas que mostró ciertas falencias en la explicación del hacer científico, lo que permitió enterrar de una vez por todas la visión iluminista de la ciencia (con Bacon como su mejor representante).
    Popper nació en Viena en 1902, de descendientes judíos convertidos al luteranismo, y siempre mantuvo distancia sobre cualquier credo religioso o ideológico. Se auto declaraba agnóstico e impugnaba referencias a cualquier tipo de nacionalismo, clase o pueblo elegido, ideas que consideraba peligrosas e implícitas en el sionismo y en el marxismo. Fue contemporáneo al círculo de Viena, pero su pensamiento independiente hizo imposible su integración total con dicho grupo. Su formación académica lo capacitó para ser profesor universitario de física y matemáticas. Durante la segunda guerra mundial se refugió en Nueva Zelanda y después emigró para Gran Bretaña en donde hizo su vida académica hasta su muerte en 1994.
    Popper nos dijo que el método que usan los científicos es cierta mezcla de fabricación de hipótesis con alguna dosis de deducción (lo llamó método hipotético-deductivo). La deducción nos la dejaron los griegos clásicos como herencia (especialmente Aristóteles), en donde demostramos una fórmula mediante procesos coherentes con algunos objetos que llamamos postulados (o premisas); formas que admitimos sin demostraciones, tal como los creyentes lo hacen con la santísima trinidad. Así los postulados, junto con un conjunto de propiedades y de operaciones admitidas en el sistema, nos permiten derivar nuevas formulaciones. En verdad podemos afirmar que tanto la deducción como la inducción son formas de concluir cosas nuevas a partir de cosas conocidas o ya demostradas, y en la ciencia a este proceso se lo denomina inferencia
    Como buen racionalista Popper valorizaba en extremo la deducción, que podría ser utilizada para extraer conclusiones de hipótesis propuestas en la solución de un problema, lo que permitiría hacer comparaciones con desenlaces de otras hipótesis; así como para refutar una teoría que estuviera en vigor.  El problema es que cierto grupo de pensadores nos dice que la deducción es algo parecido con el oficio de una peluquera que da nuevas formas y colores al pelo de una dama, pero el cabello sigue siendo una cabellera.  Por ejemplo, algunos prosélitos de la teoría de la información afirman que la información agregada por la deducción de una nueva fórmula es nula, pues todo el contenido estaba ya confinado en las premisas. Claro que esto parece fuera de contexto para ciertos matemáticos, científicos y hasta para el sentido común, pero en el ámbito de la lógica matemática todo debe ser demostrado, y la corroboración del incremento de la información a partir de la deducción de nuevas fórmulas es un problema aún abierto para investigación, a pesar de tentativas hechas por lógicos y matemáticos como el finlandés Kaarlo Hintikka.
    De hecho, la mayoría de los grandes descubrimientos científicos no fue alcanzada por deducción, sino por un procedimiento que se parece a un salto al vacío, y lo llamamos aquí inducción. Consiste en ir de hechos observables, como la caída de una manzana en la cabeza de un despistado (o mejor, la observación de las mareas), a la formulación de una ley general, como aquella que explica las órbitas de los planetas alrededor de las estrellas.  La forma como la inducción sobreviene en la cabeza de los humanos es aún un misterio.  Pero claro, sabemos que misterios son para resolverse, si tenemos tino para esto; pero la inducción tiene dificultades filosóficas profundas, y en este sentido el filósofo inglés C. D. Broad llamó a los problemas lógicos y filosóficos no resueltos, relacionados con la inducción, un escándalo de la filosofía («el escándalo de la inducción»). 
    Pero la deducción tampoco se salva de tal situación pues el mismo Hintikka acuñó la expresión «escándalo de la deducción», ya que los contenidos semánticos de las sentencias envueltas en procedimientos deductivos son difíciles de combinar con las teorías matemáticas de la información. Por ejemplo, en aquellas ideas aportadas por el matemático e ingeniero Claude Shannon, que envuelven la definición de información como la probabilidad de reducir la incerteza que un receptor tiene al recibir un mensaje: «los buenos poemas llevan más información que los chismes, pues son más raros y alivian nuestras angustias e incertezas al ser recibidos, y por lo tanto son menos probables de acontecer» —algo como esto nos decía el viejo Shannon.
    Por otro lado, existe una tendencia a investigar si la inducción tiene algún fundamento científico que pueda ser verificado. A esto se lo llama problema de justificación. Este problema de la inducción fue propuesto por David Hume en el siglo XVII, en que plantea la cuestión de cómo podemos justificar la inferencia inductiva, o sea de cómo podemos llegar de lo observado a lo no observado. Pero todo esfuerzo nos lleva a razonamientos circulares, del tipo «qué fue primero, el huevo o la gallina». Como eso agota las posibilidades de justificar la inferencia inductiva, debemos concluir que es injustificable. Vale resaltar que Hume no niega la prevalencia o la importancia de tal razonamiento; él solo está manifestando su injustificabilidad. Podemos agregar que con respecto a la inducción y toda su problemática Popper tiró la toalla y terminó negándola. 
    Pero si necesitamos fabricar hipótesis que sean compatibles con los datos, que los expliquen, o que predigan cosas no observadas, precisamos ponderar sobre la naturaleza de nuestras observaciones. Por ejemplo, Bacon afirmaba que el conocimiento científico debía lograrse solo a partir de las observaciones (los datos), y colocaba como metáfora que los científicos eran como las abejas que, a diferencia de las arañas, el racionalista o las hormigas, el empirista puro, estarían tomando el camino del medio: toman materiales de las flores (observaciones) y los transforman y digieren por sí mismos. Sin embargo, observar requiere una motivación e incluye una tendencia del observador, creada por sus intereses, por sus vivencias, o por sus vicios. O sea, solo observamos lo que nos interesa y, por lo tanto, la observación no es neutral, tal como subrayado por el propio Popper, quien desmentía a Bacon. 
    Claro que para Popper la ciencia continúa dependiente de los experimentos; pero no para confirmar las teorías como verdaderas, como en la concepción positivista, sino para comprobar su calidad. El número de pruebas que haya superado una teoría no sería garantía de su veracidad, pues las teorías siempre estarían sujetas a refutación. Una prueba de fuego, un experimento crucial, podría conducir al abandono de una teoría supuestamente consolidada.
    Un punto importante en las propuestas de Popper es la idea de progreso científico, que corresponde a un proceso de sustitución de teorías antiguas por otras de mejor calidad.  Para definir qué teorías serían mejores que otras, teniendo en cuenta su correspondencia con los hechos, Popper utiliza el concepto de verosimilitud o aproximación a la realidad, que presupone la noción de contenido de verdad y también de falsedad. Pero la idea de aceptar el concepto de verdad como el norte de la ciencia le costó trabajo y solo vino a utilizarlo después de la lectura de trabajos de un lógico matemático llamado Alfred Tarski, cuya teoría defendía el libre uso de la idea intuitiva de «verdad» como una «correspondencia con los hechos». Así, la verdad será ahora para Popper un horizonte por alcanzar (mismo que inalcanzable) y fuertemente ligada a la fiel correspondencia con los factos observados.
    Así, para que una teoría represente un nuevo descubrimiento, o un paso adelante con relación a una teoría contrincante, es necesario que tenga un mayor contenido empírico (que lo denominaremos calidad explicativa), que sea más consistente desde un punto de vista lógico, que demuestre una mayor idea de verisimilitud y que tenga un mayor poder predictivo.
    Su visión racionalista sobre el hacer científico le creó críticas de contrincantes de peso como Thomas Kuhn e Imre Lakatos. En general, sus críticos le recordaban que la ciencia es hecha por seres humanos, que además de su arsenal racional llevan consigo un tonel de cargas emocionales y de instintos de supervivencia (o sea, un barril de pólvora), y que esto los llevaría a defender sus teorías con portes menos elegantes y justos. Le recordaban que sus ideas de progreso científico, por la acumulación de contenidos, era una visión idealista y en algunos momentos claramente errada, pues el camino para generar nuevos saberes estaba repleto de intereses personales y económicos, a los que Popper no les paraba bolas. 
    Finalmente, se le achacaba el hecho de desconocer que la ciencia podría avanzar por saltos en vez de hacerlo por progresos continuos, y esto lo afirmaba Kuhn, para quien la ciencia progresaba por revoluciones o sustituciones de maneras de pensar, o quiebras de paradigmas, como ocurrió con el adviento de las ideas de la física cuántica, que nos llevó a enfrentarnos con conceptos que resisten sistemáticamente al sentido común, aquel que creemos tener la mayoría de los mortales.
    Sobre las teorías científicas se hace mucho énfasis en su descripción matemática. Mas esto es un equívoco pues varias teorías no son matemáticas o no son matematizadas. Un ejemplo es la teoría de la evolución, conocida como darwinismo. Popper la atacó intensamente en varias oportunidades, y no por su falta de narrativa matemática. Por ciertos motivos, y en cierta época, la tildó como metafísica, tautológica y refutable con cierta facilidad en ciertas circunstancias. Inclusive le retiró su título de teoría, y este asunto es fuertemente discutido en la actualidad.  Argumentos similares usó para atacar el psicoanálisis y el marxismo, retirándoles también sus estatus de teorías científicas. 
    En general los actores de las ciencias duras tienen claro la refutabilidad de sus teorías y se resisten a envolverse con filosofías, con religiones o con cualquier tipo de ideología. Saber que un trabajo de toda una vida puede ser destruido por un contraejemplo o por una nueva observación es claro y asimilable para ellos, pues hace parte de las reglas del juego. Sin embargo, refutar conceptos que se quedan obsoletos es arduo de asimilar para cualquier cura de cualquier religión, para ciertos filósofos que buscan explicar el sentido del mundo, o para los adoctrinadores de cualquier índole. Esta especie de neutralidad  y pureza popperiana, así como la aceptación a los vaivenes del saber que los científicos deberían ejercer serían sus mayores méritos, especialmente cuando soplan los vientos de la intolerancia, de los fanatismos y de los fundamentalismos de cualquier índole.

Carlos Humberto Llanos