domingo, 6 de septiembre de 2009

Variaciones alrededor de discontinuidades

A mediados de los años 60 Bruce Mazlish escribe un artículo sobre la relación hombre-máquina, titulado La Cuarta Discontinuidad, el cual terminaría convirtiéndose, después de muchos años, en una referencia clásica sobre el tema del impacto de concebir, desarrollar y tener disponibles, entre nosotros, máquinas cada vez más complejas y potentes. En este caso, nos estamos refiriendo a aquellos dispositivos que denominamos hoy de computadores u ordenadores. El término “ordenador”, usado en ciertos países como España y Francia, se refiere a las primeras aplicaciones realizadas sobre estos dispositivos, en los primordios de la ciencia de la computación, o sea, la dura tarea de ordenar - en orden creciente o decreciente - una lista de objetos. Es decir, la realización automática de una tarea que nuestro cerebro realiza de manera intuitiva cuando intentamos ordenar las cartas de un naipe, por ejemplo.

Un jugador de cartas con poca experiencia realiza uno de las mejores técnicas de ordenación conocidas. Sostiene el juego de naipe con una mano, lo observa de manera atenta, tal vez de izquierda a derecha, y verifica si las dos primeras cartas están ordenadas (vamos a suponer que las quiere ordenar de manera creciente). En este caso realiza una “operación” de comparación. Si las encuentra en desorden retira una de las dos cartas con la otra mano y la inserta en el lugar apropiado - en este caso realiza una operación de “cambio”. En este momento ya tiene dos cartas ordenadas. Al observar la tercera carta puede fácilmente comparar y verificar si necesita retirarla de su lugar actual para insertarla dentro de algún lugar adecuado de la lista previa de cartas ya ordenadas. En este caso tendrá una lista tres cartas ordenadas. El mismo proceso puede ser realizado sucesivamente para el resto del naipe, teniendo al final un conjunto ordenado de cartas. Este proceso intuitivo, realizado por los jugadores de cartas, parece que es aprendido por los seres humanos desde los primeros años de edad. Tal vez sea una técnica - que podríamos llamar de manera informal de "algoritmo" - con algún registro en nuestro genoma humano.

De cualquier manera, queramos o no llamar estas máquinas de computadores o de ordenadores, el término no importa para una discusión sobre su relación con los humanos. Lo cierto es que la tarea de ordenar o clasificar objetos - y de manera más general datos - es esencial para nuestro género humano. Fabricar máquinas que puedan hacer esta tarea para un grande volumen de informaciones está plenamente justificada, principalmente porque nuestro cerebro tiene ciertas limitaciones para realizar operaciones matemáticas en volumen intenso y con operandos matemáticos complicados, por ejemplo envolviendo números reales, con varias casas decimales. Una explicación sobre este tipo de limitación puede estar relacionada con alguna característica de nuestra evolución en donde esta tarea no fue considerada como “esencial” para nuestra especie.

En este contexto, la máquina sería una especie de “extensión” de nuestro cerebro, lo que nos da la impresión de una “continuidad” entre las tareas que pueden ser realizadas por nuestra mente y aquellas para la cuales necesitamos de máquinas para realizarlas. Obviamente, podríamos citar ejemplos de genios matemáticos que consiguen realizar complejos cálculos dentro de sus cabezas, pero esto sólo nos indicaría un potencial de cálculo que la grande mayoría de los humanos no hemos desarrollado o por lo menos no tenemos disponible en nuestro día a día.

En el artículo de Mazlish el término “discontinuidad” es usado en el sentido de una falta de “continuidad” que puede obedecer a una falta de percepción, a veces histórica. En este sentido el autor cita el efecto que la propuesta de Copérnico trajo para la humanidad; es decir ya no seríamos el centro del universo, sólo un minúsculo punto en el cosmos, como ha sido comprobado de manera dramática en los últimos años por el telescopio Hubble. En este sentido la superación de la discontinuidad trae como efecto colateral una idea de continuidad de nuestro hogar planetario con el resto del universo. Ahora sólo somos parte de él, es decir, somos un continuo con él.

De la misma manera algunas otras discontinuidades han sido superadas a través de nuestra historia, por ejemplo podemos colocar las descubiertas de Darwin en el siglo 19, expuestas en su famoso trabajo “El origen de las Especies”. Como consecuencia de su teoría dejamos de ser el centro de la naturaleza para pasar a ser únicamente un eslabón en la cadena evolutiva, en donde las especies se perfeccionan a través de mecanismos de adaptación a nuevas condiciones expuestas por los ambientes externos e/o internos a ellas. Nuevamente se establece un continuo; en este caso entre el genero humano con los diferentes reinos de la naturaleza.

Otras discontinuidades habrían sido superadas a través del tiempo, por ejemplo con los trabajos e Marx en donde somos colocados como una parte en las complejas relaciones productivas, regidas por leyes de la economía que podrían ser capaces de explicarnos - de manera científica - diferentes acontecimientos históricos envolviendo nuevas formas de producción, luchas de clases, guerras fraticidas y hasta fenómenos culturales, entre otras cosas.

En el mismo sentido podríamos referirnos a las descubiertas de Freud referentes a un tema fundamental: el problema de la identidad. Con sus descubrimientos, realizados en conjunto con sus seguidores, hemos llegado a saber que nuestro sentido de identidad está conformado por un tejido de retazos, estos últimos recogidos de nuestros padres, familiares, profesores, amigos, sólo para citar algunos ejemplos. Además hemos llegado a comprender de este fino tejido puede llegar a romperse, como suele ocurrir en las más graves patologías de la psiquis.

Una vez le preguntaron a Freud sobre cual era su definición de realidad. La respuesta del psiquiatra fue contundente: “la realidad es algo que se puede perder”. Esto parece obvio si observamos patologías mentales como la esquizofrenia, en donde el sentido de realidad se pierde por la fragmentación de la psiquis. Al esclarecernos sobre la formación de la psiquis, la construcción de la identidad y la naturaleza de las enfermedades mentales, Freud nos coloca a la vera de la superación de una nueva discontinuidad. Ya no somos los dueños de nuestra identidad, y lo que llamamos de libertad, o libre albedrío, en verdad está regido por sólidos mecanismos inconcientes que pueden ser auscultados a través del estudio de los sueños o de otras técnicas apropiadas. Nuestro sentido de identidad podría ser visto como una pequeña isla de retazos costurados con finos hilos navegando en el inmenso mar del inconciente. Estas ideas de identidad y de libertad pasarían a ser una especie de “ilusión necesaria”, como los psicoanalistas lo saben a cabalidad. El término “ilusión necesaria” es bastante fuerte, pues nos indicaría de manera clara que necesitamos de esta ilusión para continuar realizando nuestras actividades del día a día, sin caer en dolor de la locura.

El articulo de Mazlish es bastante interesante en el sentido de que nos muestra como nuestra relación con el universo ha venido cambiando con el tiempo. La última discontinuidad citada por el autor se refiere precisamente con las máquinas, o sea con las herramientas que el ser humano crea. Al producir máquinas más potentes, como el caso de los computadores, el hombre traslada tareas de su mente para los objetos que inventa. Antes de estos cibernéticos acontecimientos la separación entre el ser humano y sus herramientas era evidente: podríamos diferenciarnos plenamente de un martillo, de un alicate, de una máquina fresadora, por ejemplo. Pero al ver el potencial creciente de los computadores podemos sentirnos hasta asustados con el parecido que estos objetos tienen con nosotros mismos. Hasta ya nos superan en varias complejas actividades, como nos los demuestran los programas que resuelven complejas ecuaciones matemáticas o aquellos que juegan al ajedrez.

Alguien podría decirnos que las máquinas no sienten, no pueden tomar decisiones, no son libres o no pueden amar. Sin embargo con los comentarios sobre continuidad y las teorías psicológicas que hemos discutido previamente, los mismos términos citados pasan a tener un significado en lo mínimo relativo.

Un punto que permanece abierto es el tema de la conciencia. Su definición y comprensión parece que se nos escapa, aún con la nuevas descubiertas científicas. Una vez le preguntaron al yogui Ramana Maharishi sobre este tema. El ahora reconocido maestro hindú preguntaba si nosotros podíamos percibir alguna diferencia entre nuestra sensación de identidad cuando estamos despiertos y cuando estamos en sueño profundo. La sensación de sueño profundo es bastante interesante pues en este estado la mente no existe como tal: no hay pensamientos, no hay imágenes, no hay sonidos, no hay sueños. En este contexto, nuestra idea de existencia desaparece súbitamente, y esto nos ocurre casi a cada noche. La respuesta ante esta curiosa pregunta de Ramana es intuitiva. En el fondo sentimos que no hay diferencia alguna entre nuestro yo en vigilia y nuestro yo en sueño profundo. Por la primera vez, al responder a esta maravillosa cuestión, nos sentimos un continuo con nuestra vivencia conciente e inconciente, con los estados que vivenciamos cuando estamos despiertos y cuando dormimos profundamente, en este último caso, cuando nuestra mente desaparece como tal.

En este sentido Ramana Maharishi nos da una respuesta diferente y profunda al problema de la identidad, que tanto nos aflige. Esta respuesta es más como una pista, que podemos vivenciar y seguir al silenciar nuestra mente, cuando por la primera vez conseguimos superar, de manera creativa y conciente, la última discontinuidad que nos resta y nos separa.

Nota: la foto es de Sri Ramana Maharishi.