domingo, 22 de mayo de 2016

Algunas reminiscencias sobre caminos y rituales


Algunas personas me preguntan, desde hace años, sobre el porqué de mi opción de ser ingeniero. Creo que los sujetos que escogen la ingeniería lo hacen por tener algún gusto o don por la matemática o otras ciencias exactas y, adicionalmente, por tener alguna admiración por cuestiones de tecnología o ciencias aplicadas.  En mi caso, mi posible habilidad en las matemáticas afloró a la edad de siete años, cuando no conseguía hacer una cuenta, propuesta por la profesora de entonces, una señora que me parecía muy amable y respetuosa. Ese día la mujer me agarró de la oreja, sacudió mi cabeza, sin soltar su mano, y me ordenó que pensara. A partir de ese día decidí nunca más errar un cálculo. O sea, mi inclinación matemática fue fruto de un atentado terrorista. Sin embargo, eso de ser obligado a pensar no tuvo mucho efecto en mí, pues siempre resolví los problemas, cuando podía, de una manera casi automática: el posible camino hacia una solución surgía en mi cabeza como una aparición, como una mano que venía en mi ayuda, tal vez ante el inminente riesgo de llevar una nueva y peligrosa sacudida. O sea que, en mi caso, puedo ser catalogado de cualquier cosa,  menos de ser un pensador. 
        En principio la elección de la ingeniería eléctrica se debió a la cercanía de la universidad, lo que únicamente me demandaba tomar dos buses de ida y dos de vuelta, para mi casa. Era un viaje de casi dos horas para llegar a las clases y otro, un poco más largo, para volver a casa. O sea, pasé por lo menos cuatro horas por día en buses urbanos e intermunicipales. Pero recordando los hechos, creo que mi preferencia me llevaba más a ser un físico que un ingeniero. Tal vez los problemas económicos surgidos a raíz de la muerte prematura de mi padre, y ante la perspectiva, casi cierta, de tener que dedicarme a la docencia (como era el futuro casi cierto de un físico en mi país), decidí optar por una carrera más práctica, que me permitiera tener un empleo mejor remunerado. Fue una bobada, pues mi vocación por la docencia pesó mucho más en los años que se siguieron y al fin de cuentas terminé siendo un profesor.
        Sin embargo, mi vínculo con la electrónica tuvo raíces más tempranas, casi desde mi infancia, cuando escuché sobre un episodio que ocurrió en la casa de una tía, que había recibido un televisor importado de los Estados Unidos. Para  nuestra numerosa familia formada por hermanos, hermanas, tíos, tías, primos y primas, fue un acontecimiento inolvidable el ver un receptor televisivo de última generación. Pero cierta vez el aparato dio algún defecto, y un técnico vecino fue llamado de urgencia para hacer el arreglo en casa. Tal vez por estar lidiando con una tecnología más moderna, lo que pudo haber creado nerviosismo en el sujeto, un error de procedimiento hizo que la pantalla estallara en millares de minúsculos pedazos, que se explayaron por toda la casa, formando una especie de polvo vidrioso, que emitía diminutos rayos luminosos, reflejos de la luz proveniente del sol y las lámparas de los aposentos de la casa. Según los relatos que me llegaron, sobre todo de mis tíos, el estruendo fue tan ensordecedor que los perros de la cuadra latieron durante cuatro horas seguidas, y los gatos se negaron a bajar de los tejados y de las bóvedas de las casas durante tres días, por la leve sospecha del mundo haber acabado. 
        Este hecho dejó una fuerte impresión en mí pues siempre me preguntaba cómo un aparato tan querido y pacífico podía convertirse en una bomba. Y es posible que algún sicólogo perspicaz decida interpretar mi opción profesional como el deseo de aprender a desactivar la bomba escondida detrás de un divertimento, de algo inofensivo, tal como un televisor, o de una profesora. 
        Pero el mayor problema fue para mi padre, un abogado que siempre tuvo la vocación de defender causas justas y perdidas, pues mi madre, hermana de la dueña del televisor, insistía durante cada almuerzo familiar para que mi padre demandara el técnico, para obligarlo a resarcir a mi tía por daños materiales y morales. Yo conocía, y tal vez mi padre también, la oficina del técnico, que era un cuchitril que hospedaba televisores desahuciados, piezas electrónicas deshuesadas y muchas telarañas que hacían del lugar algo lúgubre de visitar. Durante años mi padre permaneció en silencio, resistiendo heroicamente ante las arremetidas de mi madre y de sus hermanas para que asumiera la causa contra el pobre sujeto, que mal tendría cómo pagar el alquiler de su taller de electrónica. Tal vez este ejemplo tenga influido en mi preferencia por permanecer callado durante varias situaciones, una especie de resistencia civil, pero más silenciosa y solitaria que aquella propuesta por Gandi.
        Como la vida guarda sus tramas y sus significados, una cosa curiosa que ocurrió fue que durante mi primer empleo, después de haberme formado en la universidad, fui encaminado para hacer trabajos de mantenimiento en monitores de computadores, durante los años 80. El problema es que estos aparatos eran similares a los televisores pues incluían fuentes de alto voltaje, lo que requería de un procedimiento especial para su manoseo a fin de evitar accidentes. Ante mi consabida desatención y vocación para permanecer en estados más lunáticos que terrestres, tuve la plena seguridad que tendría que presenciar en vivo y en directo una explosión, de esta vez siendo yo el responsable. 
        Felizmente mi amigo y colega ingeniero Henry Meneses ya había ingresado un año antes en la empresa y tuvo  la caridad de explicarme  los pasos para desactivar esas bombas en potencial, y así poder hacer los reparos requeridos. Recuerdo que un punto importante era descargar el tubo de rayos catódicos utilizando un destornillador grande, para hacer contacto con un conector de tierra, lo que hacía que una descarga eléctrica apareciera produciendo un amenazante y sonoro chisporroteo. 
        Y como consecuencia de estos hechos me volví un ritualista, pues cada vez que habría un monitor escribía en un papel cada paso que había ejecutado, y registraba nerviosamente con un lápiz el paso subsecuente hasta finalizar el trabajo, rezando casi siempre alguna oración que recordaba de mi pasaje por el colegio marista.
       Cuando le conté estas reminiscencias y elucubraciones a César Giraldo, el viejo amigo se acarició su barba, pensó algunos segundos y dijo: «mijo, eso explica ese temor tipo Asterix que siempre te ha perseguido, ese miedo a que se te caiga el cielo encima. Yo respeto mucho esa vena espiritual que tienes, pero te digo una cosa: cuando consigas hacer tus ritos sin cargar sobre tu espalda cualquier temor insando, serás como una bella forma musical, un rondó, una sonata, repitiendo el tema, binariamente, o ternariamente de la forma debida. En este caso estarás en el camino del arte, revelándote por fin  como un verdadero ritualist.