lunes, 5 de diciembre de 2016

Fútbol, Guerras y Tragedias (el Chapecoense)


Dicen que el fútbol (y cualquier deporte) son sublimaciones de la guerra, de las pulsiones instintivas, buscando armonizar estas últimas con las solicitaciones sociales, tal como nos dicen los psicoanalistas. Las barras representarían los pueblos, mientras que los atletas serían la alegoría de los guerreros. En este sentido, el fútbol, por ejemplo, sería un producto de la civilización, en donde los instintos agresivos tendrían una salida inocua, desde el punto de vista del conflicto, dejando como efecto colateral emociones más constructivas en el público. Pero claro, el proceso puede fallar, tal como lo vemos en las palizas generalizadas que con alguna frecuencia aparecen entre las barras y entre los  jugadores, afuera y dentro de los propios estadios. 

Pero cuando un avión cae junto con todo un equipo de fútbol poco conocido, que llega heroicamente para juego decisivo, representando una pequeña ciudad brasilera, personificando el esfuerzo honesto de un grupo de jugadores y dirigentes, que con pocos recursos y con mucho arresto logran llegar a una final suramericana, el asunto toma el cuño de tragedia. Y usamos la palabra tragedia en un sentido más clásico; en el sin sentido de ciertos acontecimientos, que huyen a la razón, al sentido común, caracterizándose por lo inesperado, por una serie de factores que aisladamente serían simples de ser evitados; mas que cuando ocurren, en cierta secuencia, nos producen una sensación de absurdo, de soledad, de impotencia, por su resultado. 

Un aviador que es dueño del avión que pilota, y que como empresario procura maximizar su lucro, mismo que esto amenace la vida de su propia tripulación (a la que debe proteger), sólo puede mostrarse como un acto de locura, como una muestra de los peores vicios de la humanidad. Y que todos los mecanismos de fiscalización, de las diferentes instancias de la aeronáutica internacional, hayan fallado en detectar un acto ilícito muestra lo que caracteriza la tragedia: si miramos para atrás era simple de ser evitada. Mas el problema es que no podemos alterar el pasado; pues la tragedia rápidamente se instala en la historia, se nos vuela del presente, tal como un ladrón ladino y experto.

Y en este escenario Brasil redescubre el significado de la palabra solidaridad, etimológicamente relacionada con solidez, con la convivencia constructiva, en oposición a la fragilidad ética que toda guerra intrínsecamente tiene, por más justa que nos parezca en su conjunto, en su apariencia. 

Y lo curioso es que esa manifestación solidaria surge de un país estigmatizado por la guerra, por la intolerancia política, por el fanatismo, por el terrorismo, por los magnicidios, por el narcotráfico y por su poca tradición futbolística. Y aquí Brasil descubre que Colombia tiene un pueblo amable, alegre, sensible y afectuoso, y que se parece mucho a su propio pueblo; tal vez por razones culturales y étnicas, que deberían ser mejor estudiadas, tal vez potencializadas por ser de los países de América Latina con la mayor influencia africana.

Y si volvemos al tema de la guerra y de sus tragedias, podemos verificar que manifestaciones de solidaridad son raras. Un ejemplo lo vemos en el fracaso de la felicísima armada invencible española, concebida por Felipe II con el propósito de invadir Inglaterra, procurando restaurar el catolicismo y su ideología inquisidora en la Gran Bretaña. Dicen los historiadores que su derrota se debió más a las contingencias de la mala meteorología que a la destreza de sir Francis Drake, un pirata con título de corsario, y comerciante de esclavos. Tal vez la incompetencia del comandante español (el duque de Medina Sidonia) haya contribuido a uno de los mayores fiascos en los combates navales. Pero ni por eso los ingleses se solidarizarían con sus contrincantes españoles por sus imprevistos, por sus marinos ahogados en la furia de los elementos, por los sufrimientos, por sus familiares. Pues en la guerra la suerte hace parte del juego, y los desastres que tocan al adversario es mejor interpretarlos como parte de la ayuda solidaria de algún dios de oficio.

Actos nobles, respetuosos y solidarios, como los que el pueblo colombiano mostró para Brasil, son definitivamente raros en el universo de los conflictos, de las batallas, inclusive en el mundo clásico. Por ejemplo, Aquiles vence en combate abierto a Héctor, noble hijo primogénito de Príamo, rey de Troya, y que se opuso sistemáticamente a la guerra con Grecia. Y en vez de respetar la nobleza de un gran guerrero muerto en combate, lo amarra a su carro y lo arrastra, presuntuosamente, en frente de los muros de la ciudad sitiada (ante el regocijo aqueo), a fin de humillar sus padres, sus familiares y su pueblo. Así era el talante del pueblo griego, al que tanto admiramos.

Pero en  el ámbito de lo civilizado, tal vez un pueblo sufrido como el colombiano tenga el sartén por el mango, para dar ejemplo de apoyo, de adhesión, de protección para con el otro, de afección, de desapego. Pues con tantas vidas perdidas, a cada lado de los factores de un conflicto insano de cincuenta años, posiblemente haya aprendido algo sobre el real valor de las cosas, de lo que vale la pena preservar y de lo que sea mejor eliminar.


sábado, 6 de agosto de 2016

Cucharas y Pitillos


En una entrevista Umberto Eco declaró que el libro no podría desaparecer como un producto, pues es insustituible en nuestra civilización: “es como la cuchara, un invento que no puede ser mejorado”. Una afirmación interesante, por ser categórica y, sobre todo, por venir de uno de los críticos e intelectuales más conocidos en las últimas décadas. 

Pero si miramos con atención, por lo menos del punto de vista de las invenciones tecnológicas, el libro es heredero de los rollos de papiros y de pergaminos, que representaban un soporte mediático, definiendo una forma de producción para el texto, así como una forma de lectura, esta última norteada por la forma de desenrollarlos. Por otro lado, el libro es un invento posterior, cuya característica principal son las hojas (no necesariamente de papel), costuradas en un extremo, lo que permite su manoseo en la forma secuencial, tal como percibido cuando lo hojeamos. Las primeras versiones seminales de los libros eran llamadas de “códex” ya usados por los griegos y perfeccionados por los romanos. 

Si discutimos sobre la diferencia esencial entre los rollos y los libros podemos verificar que los primeros son desenrollados y los últimos hojeados, principalmente del punto de vista del lector. En este punto Thomas Kuhn podría señalar este facto como una simple quiebra de paradigma. Quiebras de paradigma fueron señaladas por Kuhn en el área científica, por ejemplo los cambios conceptuales ocurridos en el transcurso entre la física clásica y la física relativista: una virada en la manera de ver las cosas; por ejemplo el tiempo es relativo y no absoluto en la visión relativista. 

Un punto importante sería verificar sin los conceptos kuntianos pueden ser utilizados para confrontar los cambios tecnológicos, por ejemplo en la manera como nos comunicamos. Tal vez las tablas de arcilla, los rollos de pergaminos y los libros sólo representen quiebras de paradigmas en la manera como almacenamos informaciones, como manoseamos las mismas y, sobre todo, como accedemos a ellas (inclusive sobre cómo pensamos sobre ellas).

Pensar en soportes mediáticos fuera de su contexto funcional (en este caso informativo) sería una locura, así como pensar en la cuchara de Eco sin sus posibles contenidos alimenticios. Para entender esto verifiquemos lo que sucedió con el gramófono, el invento de Thomas Alva Edison, idea que vino ligada con el disco, al que en su versión final llamábamos de LP. Este último tuvo varios formatos, en tamaño y velocidad de rotación, y su vida útil terminó cuando el mundo digital comenzó a invadir el mundo analógico del sonido. La posibilidad de digitalizar las señales provenientes de los micrófonos, tomando muestras periódicamente (y convirtiéndolas posteriormente en bits), reproduciéndolas a una velocidad que consiguiese engañar al oído humano, fue un movimiento equivalente a la invención del cine, en donde fotogramas reproducidos a más de treinta por segundo dieron la idea de movimiento continuo. 

Y aquí verificamos un desplazamiento de lo continuo para lo discreto, del mundo analógico para el mundo de las muestras, estas últimas como condição sine qua non para la digitilización. Por ejemplo, un mundo ya discreteado por los fotógrafos, puede parecernos continuo (sólo en apariencia) si una máquina de reproducción (el proyector cinematográfico) nos muestra una secuencia de fotogramas a una velocidad apropiada. Lo que también tuvo su contrapartida en el sonido, con la invención del CD y sus dispositivos colaterales: DVDs, ipods, pendrivers, entre otros que vendrán en el futuro.

Pero también somos testigos de la digitalización de la fotografía, como una consecuencia del mundo discreto, en donde las amuestras son tomadas sobre el área de la imagen, fragmentándola en pequeños pedazos a los que llamamos de pixeles. Y si a fotografía es digitalizada, por este movimiento tecnológico, el video (y el cine) los son por correspondencia. O sea, una muestra para el video es una fotografía, y una muestra para la fotografía es un pixel. 

Pero esta idea de la digitalización en la imagen ya parecía tener sus vestigios en la pintura, como descubierto por los impresionistas. Por ejemplo, con la introducción del puntillismo por Georges-Pierre Seurat y Paul Signac, movimiento sustentado por varias investigaciones científicas sobre el color, realizadas por los físicos Isaac Newton, Charles Henry y por el alemán Johann Wolfgang von Goethe. Podríamos decir que los experimentos sobre los efectos que pocos colores podrían tener sobre una tela trajeron como consecuencia un nuevo foco al sentido de la información pictórica: el color pasó a ser el principal contenido temático del cuadro. Un punto colorido era la mínima unidad informacional, era el pixel de los impresionistas, pues el mismo definía, a priori, los límites de los objetos y los propios colores. 

Y esta idea, llevando el foco de la información para partes mínimas (y hasta más íntimas), puede ser percibida también en la literatura, si observamos lo que inventaron los poetas concretistas, como los hermanos Augusto y Haroldo de Campos, Décio Pignatari, Eugen Gomringer y algunos de sus precursores como E. E Cummings y Ezra Pound. En este caso, el peso del sentido está a cargo de los símbolos, a lo máximo en las palabras, en la geometría del texto y en el fondo (por ejemplo un papel), por encima de las gramáticas oracionales. En este caso, un símbolo colocado sobre una hoja en blanco pasa a tener sentido, tal como un punto colorido sobre una tela, tal como un pixel sobre una memoria, sobre una pantalla. 

Y si Eco nos habla de la imperativa eternidad de la cuchara, podemos verificar que, sin percibirlo, otros dispositivos ya vienen haciendo tareas similares, tal como el pitillo. Podríamos pensar que la cuchara soporta elementos discretos, tal como los granos de arroz y continuos, tal como una sopa. Pero si nos atrevemos a licuar los contenidos, un pitillo resuelve el problema, en cualquier caso, paradójicamente pasando de lo discreto para lo continuo. 

Y si el libro tiene o no un futuro garantizado con el adviento de nuevas tecnologías va depender de cómo los futuros lectores van a preferir acceder a la información. Y todo esto nos mostrará, al final, si nuestra necesidad de hojear era intrínseca o adquirida. Y si seguiremos teniendo bibliotecas librescas o si éstas serán objetos de museos, tal como las máquinas de escribir. O si viviremos entre la cuchara y el pitillo, eternamente.

domingo, 22 de mayo de 2016

Algunas reminiscencias sobre caminos y rituales


Algunas personas me preguntan, desde hace años, sobre el porqué de mi opción de ser ingeniero. Creo que los sujetos que escogen la ingeniería lo hacen por tener algún gusto o don por la matemática o otras ciencias exactas y, adicionalmente, por tener alguna admiración por cuestiones de tecnología o ciencias aplicadas.  En mi caso, mi posible habilidad en las matemáticas afloró a la edad de siete años, cuando no conseguía hacer una cuenta, propuesta por la profesora de entonces, una señora que me parecía muy amable y respetuosa. Ese día la mujer me agarró de la oreja, sacudió mi cabeza, sin soltar su mano, y me ordenó que pensara. A partir de ese día decidí nunca más errar un cálculo. O sea, mi inclinación matemática fue fruto de un atentado terrorista. Sin embargo, eso de ser obligado a pensar no tuvo mucho efecto en mí, pues siempre resolví los problemas, cuando podía, de una manera casi automática: el posible camino hacia una solución surgía en mi cabeza como una aparición, como una mano que venía en mi ayuda, tal vez ante el inminente riesgo de llevar una nueva y peligrosa sacudida. O sea que, en mi caso, puedo ser catalogado de cualquier cosa,  menos de ser un pensador. 
        En principio la elección de la ingeniería eléctrica se debió a la cercanía de la universidad, lo que únicamente me demandaba tomar dos buses de ida y dos de vuelta, para mi casa. Era un viaje de casi dos horas para llegar a las clases y otro, un poco más largo, para volver a casa. O sea, pasé por lo menos cuatro horas por día en buses urbanos e intermunicipales. Pero recordando los hechos, creo que mi preferencia me llevaba más a ser un físico que un ingeniero. Tal vez los problemas económicos surgidos a raíz de la muerte prematura de mi padre, y ante la perspectiva, casi cierta, de tener que dedicarme a la docencia (como era el futuro casi cierto de un físico en mi país), decidí optar por una carrera más práctica, que me permitiera tener un empleo mejor remunerado. Fue una bobada, pues mi vocación por la docencia pesó mucho más en los años que se siguieron y al fin de cuentas terminé siendo un profesor.
        Sin embargo, mi vínculo con la electrónica tuvo raíces más tempranas, casi desde mi infancia, cuando escuché sobre un episodio que ocurrió en la casa de una tía, que había recibido un televisor importado de los Estados Unidos. Para  nuestra numerosa familia formada por hermanos, hermanas, tíos, tías, primos y primas, fue un acontecimiento inolvidable el ver un receptor televisivo de última generación. Pero cierta vez el aparato dio algún defecto, y un técnico vecino fue llamado de urgencia para hacer el arreglo en casa. Tal vez por estar lidiando con una tecnología más moderna, lo que pudo haber creado nerviosismo en el sujeto, un error de procedimiento hizo que la pantalla estallara en millares de minúsculos pedazos, que se explayaron por toda la casa, formando una especie de polvo vidrioso, que emitía diminutos rayos luminosos, reflejos de la luz proveniente del sol y las lámparas de los aposentos de la casa. Según los relatos que me llegaron, sobre todo de mis tíos, el estruendo fue tan ensordecedor que los perros de la cuadra latieron durante cuatro horas seguidas, y los gatos se negaron a bajar de los tejados y de las bóvedas de las casas durante tres días, por la leve sospecha del mundo haber acabado. 
        Este hecho dejó una fuerte impresión en mí pues siempre me preguntaba cómo un aparato tan querido y pacífico podía convertirse en una bomba. Y es posible que algún sicólogo perspicaz decida interpretar mi opción profesional como el deseo de aprender a desactivar la bomba escondida detrás de un divertimento, de algo inofensivo, tal como un televisor, o de una profesora. 
        Pero el mayor problema fue para mi padre, un abogado que siempre tuvo la vocación de defender causas justas y perdidas, pues mi madre, hermana de la dueña del televisor, insistía durante cada almuerzo familiar para que mi padre demandara el técnico, para obligarlo a resarcir a mi tía por daños materiales y morales. Yo conocía, y tal vez mi padre también, la oficina del técnico, que era un cuchitril que hospedaba televisores desahuciados, piezas electrónicas deshuesadas y muchas telarañas que hacían del lugar algo lúgubre de visitar. Durante años mi padre permaneció en silencio, resistiendo heroicamente ante las arremetidas de mi madre y de sus hermanas para que asumiera la causa contra el pobre sujeto, que mal tendría cómo pagar el alquiler de su taller de electrónica. Tal vez este ejemplo tenga influido en mi preferencia por permanecer callado durante varias situaciones, una especie de resistencia civil, pero más silenciosa y solitaria que aquella propuesta por Gandi.
        Como la vida guarda sus tramas y sus significados, una cosa curiosa que ocurrió fue que durante mi primer empleo, después de haberme formado en la universidad, fui encaminado para hacer trabajos de mantenimiento en monitores de computadores, durante los años 80. El problema es que estos aparatos eran similares a los televisores pues incluían fuentes de alto voltaje, lo que requería de un procedimiento especial para su manoseo a fin de evitar accidentes. Ante mi consabida desatención y vocación para permanecer en estados más lunáticos que terrestres, tuve la plena seguridad que tendría que presenciar en vivo y en directo una explosión, de esta vez siendo yo el responsable. 
        Felizmente mi amigo y colega ingeniero Henry Meneses ya había ingresado un año antes en la empresa y tuvo  la caridad de explicarme  los pasos para desactivar esas bombas en potencial, y así poder hacer los reparos requeridos. Recuerdo que un punto importante era descargar el tubo de rayos catódicos utilizando un destornillador grande, para hacer contacto con un conector de tierra, lo que hacía que una descarga eléctrica apareciera produciendo un amenazante y sonoro chisporroteo. 
        Y como consecuencia de estos hechos me volví un ritualista, pues cada vez que habría un monitor escribía en un papel cada paso que había ejecutado, y registraba nerviosamente con un lápiz el paso subsecuente hasta finalizar el trabajo, rezando casi siempre alguna oración que recordaba de mi pasaje por el colegio marista.
       Cuando le conté estas reminiscencias y elucubraciones a César Giraldo, el viejo amigo se acarició su barba, pensó algunos segundos y dijo: «mijo, eso explica ese temor tipo Asterix que siempre te ha perseguido, ese miedo a que se te caiga el cielo encima. Yo respeto mucho esa vena espiritual que tienes, pero te digo una cosa: cuando consigas hacer tus ritos sin cargar sobre tu espalda cualquier temor insando, serás como una bella forma musical, un rondó, una sonata, repitiendo el tema, binariamente, o ternariamente de la forma debida. En este caso estarás en el camino del arte, revelándote por fin  como un verdadero ritualist.

sábado, 30 de abril de 2016

Cotidiano, equivalencias y ecuaciones


Algunos dicen que la música es la más matemática de las artes. Es como si Euterpe, musa de la música (proveniente de los vientos), especialmente de la flauta, tuviera algo de Urania, aquella musa de la astronomía, de la poesía didáctica y de las ciencias exactas. Debe ser porque la música trabaja con escalas, con formulaciones definidas para la creación de acordes, con ondas sonoras medidas en hertz (o vibraciones por segundo) con relaciones exactas de frecuencias entre los tonos; cosas parecidas con las que   físicos e ingenieros trabajan en su día a día. Pero si hablamos de ondas, todos sabemos que la luz tiene algo de ellas. Tan es así que los colores también pueden ser medidos en hertz, pues son provenientes del tipo de luz reflejada por los objetos. Si aplicamos estas ideas diríamos que los pintores también trabajan con ondas, y casi siempre sin saberlo. 

¿Y qué decir de las artes escritas, tal como la poesía, la narrativa y de la historia (al final de cuentas Clío era la musa de la epopeya)? Bueno, si decimos que la base de la matemática es esa equivalencia de los objetos, de los discursos, eso que llamamos de ecuación (tal como aquella famosa de Einstein: E = M×C2) tendríamos pistas y rastros para seguir. 

Esa ecuación mencionada nos dice que la Energía (E) es igual a la multiplicación de la Masa (M) por la velocidad de la luz elevada al cuadrado (C2). La propia descripción de la fórmula menciona objetos concretos, discursos, hasta metáforas, siendo ella misma un discurso. Decir que la luz de tus ojos es la guía de mis sueños” de cierta manera es una relación de equivalencia, una igualdad, una ecuación, y lo mismo podríamos decir de cualquier metáfora semejante. 

De la misma forma podríamos trazar equivalencias literarias, por ejemplo entre Helena de Troya y Remedios la Bella, pues ambas se tornaban inolvidables para cualquier hombre que las mirara. Elena de Troya causó una guerra y varias tragedias. Remedios la bella tuvo que ser retirada de una novela, en el capítulo justo, ante el peligro de hacer inviable el transcurso, de paralizar el texto. 

Borges  dijo alguna vez que todo el psicoanálisis podía ser considerado como literatura; tal vez lo dijo porque Freud era un gran escritor y hasta ganó el premio Goethe, en parte por su obra como literato, tal como consta en el acta firmada en su tiempo por el alcalde de Frankfurt. O tal vez lo señaló porque Popper, un epistemólogo famoso, ya le había negado el rótulo de teoría científica al territorio psicoanalitico. 

Si hablamos de Freud tendremos que adentrarnos en el territorio del diagnóstico, de las causas y de los efectos. “Fulana tiene histeria pues sintió deseos inconfesos, que reprime hasta la actualidad”. De otra forma, podríamos decir que la histeria de fulana es producida por la represión de sus deseos inconfesos, desde niña. Y aquí tendríamos otro tipo de equivalencia, de ecuación, aquella fórmula que iguala dos historias, o dos discursos: el de las causas y el de los efectos.

Diríamos aquí que el principio de equivalente es común en varias áreas, y ciertas cosas que parecen no ser matemáticas lo podrían ser. Por ejemplo, si afirmamos que un ser humano puede ser definido por sus pensamientos, sus sentimientos, sus emociones y sobre todo por sus obras, tendríamos una fórmula, una equivalencia, una ecuación, que aproxima dos discursos (el del sujeto y el de sus atributos). Si llegamos aquí diremos que un juez, cuando dicta su sentencia, hace una relación de equivalencia: fulano cometió un delito, y su pena equivalente es igual a 10 años de prisión.

Es claro que la matemática también se centra en las desigualdades, en las inecuaciones, tal como aquella que nos dice que el promedio aritmético de un conjunto de números es mayor que el promedio armónico del mismo. Sin embargo, las inecuaciones pierden en elegancia con las ecuaciones; ellas son menos concretas, pero dejan más libertad cuando hablamos de  historias, de discursos. Si matemáticamente decimos que a es mayor que b (a > b) y si alguien nos informa que a es igual a 3, existen infinitos valores de b que pueden satisfacer esa inecuación. Por eso si afirmamos que la obra de Degas es diferente de la de Renoir estaremos estableciendo una desigualdad, una inecuación; lo que nos permitirá hacer juicios sobre esos pintores basados en inecuaciones, por ejemplo, decir que la obra del primero es superior a la del segundo (dígase, Degas > Renoir).

Es cierto que no podemos aproximar totalmente los discursos artístico y científico, y a partir de esto hasta podríamos decir que, en el arte, 2 + 2 no es siempre igual a 4: esa  inecuación de lo contingente, el dominio de lo subjetivo, la abertura para lo imposible, el imperio de la incerteza, y de la esperanza.


lunes, 1 de febrero de 2016

Sobre música, palabra y cerebro


Carlos, eso que me dices sobre la física básica, de que la materia es una forma gruesa de la energía, me hace recordar lo que siempre he sentido con relación a la música y el lenguaje. Si la materia es energía tangible por los sentidos, el lenguaje, y la literatura, son la música condensada, notas solidificadas, y el peso físico es su significado. Con la música podemos contar historias sin objetividad; pero una palabra es material, y hasta podría descalabrar una persona. Una nota musical es algo leve como un neutrino, esa partícula cuántica que me explicaste hace algunos días, pues sólo puede incomodar un ser humano por su intensidad, no por su significado. Podemos armar guerras verbales, pero no guerras musicales.

Con esas palabras César Giraldo daba, hace casi dos décadas, un diagnóstico inicial a mi problemática creada al intentar encontrar asociaciones entre los universos musical y lingüístico. Sin embargo, en el universo musical, existen matices misteriosos, como el sonido producido por notas tocadas simultáneamente, denominadas de acordes, en donde en algunos casos pueden sonar desagradables para el oído humano, por algunas características físicas que entran en el campo de sicoacústica. 

Obviamente, para lidiar con la música y con el lenguaje existen dos sentidos comunes y esenciales: el oído, y el habla - y sus consecuencias. Pero en la estructura cerebral existen cosas concretas que vienen siendo descubiertas por científicos que trabajan en esa área fascinante, llamada de neurociencia. Necesitamos escuchar y comprender palabras y melodías; pero con las palabras nuestro cerebro necesita resolver cosas importantes, bien definidas en la lingüística. Generalmente en lingüística se pueden diferenciar tres temas de manera clara. El primero se refiere a los aspectos léxicos del lenguaje. El segundo se refiere a las estructuras de las frases, los aspectos sintácticos. Y el tercero está asociado a los aspectos semánticos, los significados de los textos. 

Con respecto al funcionamiento del cerebro, el primer aspecto (el léxico) está asociado al vocabulario, que se aprende de manera gradual desde niño y se almacena en diferentes regiones del cerebro, tal como el lóbulo prefrontal y en el hipocampo. El segundo (el sintáctico) está asociado a una región específica del cerebro denominada de área de Broca. El tercero aspecto (el semántico) viene vinculado a otra región denominada de área de Wernicke. Pues bien, los últimos descubrimientos nos dicen que las personas con lesiones en esta región (afasia de Wernicke) no consiguen crear frases con oraciones subordinadas, además de no entender el significado de lo que escuchan. Este tipo de composición gramatical compleja representa un aspecto recursivo y circular, asociado a esta área. 

Este aspecto de composición lingüística, garantizado por el área de Wernicke, es el que permite construir frases dentro de otra, como estudiado en los tratados de gramática, y comúnmente denominado de oraciones subordinadas; por ejemplo en esta frase: “Pedro el escritor, que vive en Paris, tiene un perro blanco”. En este caso la expresión subordinada “que vive en Paris” representa un aspecto de recursión, una característica circular, una frase dentro de la otra, o mejor, una frase que llama otra. Y la recursión tiene una representación matemática en la forma de una función que se llama a sí misma, lo que representa una característica de circularidad, de retorno, también esencial para la vida, a nivel celular, como nos lo afirma el neurobiólogo Humberto Maturana y el físico Amit Goswami, y que es fundamental para la música y la poesía. 

Con respecto a la característica de recursión y circularidad el lingüista Noam Chomsky y el neurocientífico Marc Hauser examinaron, en un famoso artículo, todo el campo de la psicolingüística hasta el comienzo del siglo 21, concluyendo que casi todos los aspectos del lenguaje podían también ser observados en otras especies, acepto el aspecto recursivo mencionado anteriormente. 

Pero hablando de cerebro y música podemos decir que las funciones musicales parecen estar más generalizadas en el aparato cerebral, con multiplicidad en la localización, mostrando diferentes asimetrías, envolviendo el hemisferio derecho para la altura, timbre y discriminación melódica, y el hemisferio izquierdo para los ritmos, identificación semántica de las melodías y otras funciones asociadas a la percepción musical. Por lo que se sabe las estructuras envueltas también permanecen autónomas, siendo diferentes de aquellas relacionadas con el lenguaje. Esto es comprobado en la clínica, en donde pacientes que llegaron a tener disturbios en el habla (afasia) guardan sus habilidades musicales, así como personas que pierden sus habilidades musicales (amusia) pueden mantener intactas sus funciones del habla. 

En el sentido de buscar el eslabón perdido entre la música y el lenguaje Stefen Mithen (citado por Oliver Sacks) introduce una idea fascinante en la discusión, afirmando que el hombre de Neandertal poseía una forma de representación y de comunicación que sería una especie de protomúsica y protolenguaje mescladas, con la habilidad intrínseca del oído absoluto (que discutiremos después). Podríamos imaginar que este tipo de lenguaje poseía un número limitado de frases, que podían diferenciarse entre sí por su entonación musical. El desarrollo posterior del lenguaje articulado (por un mecanismo de evolución), proveyó reglas sintácticas más refinadas, permitiendo así decir un número ilimitado de frases. Como consecuencia de esto el lenguaje se independizó de la música, y el oído absoluto habría desaparecido, como un padrón de nuestra especie. 

El oído absoluto es raro en el ser humano actual, sólo algunas personas lo poseen, siendo perceptible en músicos notables, como Mozart y Beethoven, y permite que las personas sean capaces de percibir e identificar una nota con precisión, con respecto a una escala musical, sin tener un tono producido por un diapasón como referencia, como lo haría la mayoría de los músicos. Una persona con oído absoluto puede identificar inmediatamente si un estornudo fue ejecutado en si menor, o si una mujer está llorando en alguna disonancia usada en el jazz o en bossanova. 

Según nos relata Oliver Sacks, debe existir un periodo crítico para el posible desarrollo del oído absoluto, tal vez alrededor de los 8 años edad, aproximadamente en la misma época en que perdemos la habilidad de aprender un segundo idioma sin tener algún acento extranjero. Es bien posible que el oído absoluto esté relacionado con algunas características de ciertas regiones del cerebro, pero éste es un territorio siendo aún explorado por neurocientíficos. 

Con respecto a la música podemos decir que todas las melodías existentes son compuestas de un número limitado de notas, siendo que entre una nota y otra existe un intervalo de frecuencia que puede ser estudiado desde el punto de vista de la sicoacústica. Aquel conjunto de notas que usan los músicos para construir sus melodías es denominado de escala, o modo. La escala representa una reserva mínima de notas, en donde las melodías son combinaciones de estas últimas explorando las sonoridades, definidas por los compositores. Las escalas varían dependiendo del contexto cultural, y podemos ver ejemplos claros de diferentes en las músicas china, árabe, hindú, la música de las tribus indígenas, llegando a la música occidental. Por qué la evolución prefirió escalas en vez de una percepción continua del sonido es aún un tema de debate científico. 

De manera general los músicos diferencian la música como modal, tonal y pos-tonal. Las músicas modales son basadas en las escalas, siendo reiterativas, repetitivas, circulares, pela manera como crean sus matices en torno de una tónica, muchas veces haciendo variaciones rítmicas y acentuales en torno de una nota de referencia fija; basta verificar las creaciones musicales árabe e hindú para percibir esta estética. De esta manera, las músicas modales circulan en un universo pseudoestático en donde la tónica y la escala fijan un territorio a ser explorado musicalmente. 

Este esquema se invierte en la música tonal, una creación occidental, con la sedimentación del concepto y uso de los acordes, en donde el ritmo tiende a permanecer constante, como un suporte métrico, mientras que la tónica puede dislocarse, transitando por diferentes lugares, a través de mecanismos de modulación. Por otro lado, la música tonal presenta un universo de progresiones, basado en la simultaneidad de notas (los acordes) transitando por diferentes regiones a través de situaciones de tensión y de solución, representadas por funciones musicales, que se resuelven por el retorno a un centro tonal. Esto puede ser percibido fácilmente por un guitarrista iniciante, cuando acompaña una melodía haciendo acordes. El acorde inicial suele ser la tónica, que puede ser substituida progresivamente por otros acordes, que crean tensiones y que tienden a llevar la melodía al acorde inicial. Pero como todo sistema creado por los humanos debe entrar en crisis en algún momento, las limitaciones del paradigma tonal han llevado a los músicos, en las últimas décadas, a explorar nuevas posibilidades, llevando a diferentes tipos musicales, como el serialismo, el minimalismo y a otros ismos de la musicalidad. 

Una relación entre la evolución musical y literaria me fue dada por César Giraldo, cuando discutíamos sobre el surgimiento de la armonía musical después del renacimiento. Para mi amigo esa verticalización de la música, intrínseca al paralelismo de notas, como ocurre en los acordes, representaba una característica nítidamente occidental. Para mi amigo este hecho era tan determinante como la emancipación de la narrativa y de la música con respecto a la poesía, que ocurre entre los siglos XII y XIV, más o menos cuatro siglos antes de la aparición del tratado de sobre armonía musical escrito por Jean-Philippe Rameau, al comienzo del siglo XVIII. En ese sentido el paralelismo era el camino escogido por occidente, finalizado con el aparecimiento de las artes cinematográficas y audiovisuales. 

Sin duda la separación entre música y literatura fue una consecuencia natural de la modularidad e independencia de las funciones lingüística y musical en nuestro cerebro. De la misma manera el desarrollo de la música tonal fue consecuencia de la capacidad de nuestro cerebro de identificar un tono básico (por ejemplo una  tónica) en un conjunto definido de notas musicales tocadas simultáneamente. 

Obviamente la estructura del cerebro funciona como un tipo de arquitectura, como lo observan los diseñadores de computadores. Inclusive estos personajes viven en nuestros días inspirándose en el cerebro para el proyecto de procesadores y circuitos digitales avanzados, pues en este sentido nuestra estructura cognitiva funciona de manera modular, en donde cada parte es independiente, con alta capacidad de troca de comunicación con las otras, y con un funcionamiento asíncrono. Esto último significa que no existe un director de orquesta central (un reloj global) para controlar el funcionamiento global del sistema. O sea que nuestro cerebro es sincronizado, pero no es síncrono tal como entendido por los ingenieros de computadores. La forma de cómo la evolución permitió llegar a ese tipo de estructura es aún un tema polémico para los científicos, donde existen varias teorías, todas explicando sólo partes del fenómeno. 

Un punto importante es verificar cómo los ingenieros de procesadores diseñan sus máquinas, teniendo en cuenta que la actividad de procesar algo exige un hardware específico y un conjunto de instrucciones básico, que puede ser ejecutado en esa arquitectura. Por increíble que parezca, los ingenieros primero definen el conjunto de instrucciones básico que podrá ser ejecutado (ISA: Instruction Set Architecture), que es determinado como un lenguaje primario a ser entendido y  ejecutado por la máquina, para después diseñar el hardware apropiado para ejecutar estas instrucciones. Cuando le explique esto a César, mi amigo respondió: "es eso, la música (con sus posibilidades modal, tonal, atonal y variantes) y la literatura (con sus posibilidades de recursividad y circularidad) ya existían antes del proyecto de nuestro cerebro, antes de la existencia de los homínidos. El mecanismo de evolución sólo buscó la arquitectura necesaria para ejecutar la música y la literatura, de manera independiente, eficiente y simultánea. Por eso te digo que esa conocida frase bíblica debería ser modificada así: al principio era el arte…”

Cuando le indagué sobre el tema de la palabra ser música solidificada, tal como me había sugerido meses antes, el viejo amigo respondió: "claro mijo, la música es precursora de la literatura. Y si ese tal de Lacan dice que el inconsciente es estructurado como un lenguaje, dígale para verificar si no hay notas musicales vagabundeando en la cabeza de sus pacientes".