sábado, 6 de agosto de 2016

Cucharas y Pitillos


En una entrevista Umberto Eco declaró que el libro no podría desaparecer como un producto, pues es insustituible en nuestra civilización: “es como la cuchara, un invento que no puede ser mejorado”. Una afirmación interesante, por ser categórica y, sobre todo, por venir de uno de los críticos e intelectuales más conocidos en las últimas décadas. 

Pero si miramos con atención, por lo menos del punto de vista de las invenciones tecnológicas, el libro es heredero de los rollos de papiros y de pergaminos, que representaban un soporte mediático, definiendo una forma de producción para el texto, así como una forma de lectura, esta última norteada por la forma de desenrollarlos. Por otro lado, el libro es un invento posterior, cuya característica principal son las hojas (no necesariamente de papel), costuradas en un extremo, lo que permite su manoseo en la forma secuencial, tal como percibido cuando lo hojeamos. Las primeras versiones seminales de los libros eran llamadas de “códex” ya usados por los griegos y perfeccionados por los romanos. 

Si discutimos sobre la diferencia esencial entre los rollos y los libros podemos verificar que los primeros son desenrollados y los últimos hojeados, principalmente del punto de vista del lector. En este punto Thomas Kuhn podría señalar este facto como una simple quiebra de paradigma. Quiebras de paradigma fueron señaladas por Kuhn en el área científica, por ejemplo los cambios conceptuales ocurridos en el transcurso entre la física clásica y la física relativista: una virada en la manera de ver las cosas; por ejemplo el tiempo es relativo y no absoluto en la visión relativista. 

Un punto importante sería verificar sin los conceptos kuntianos pueden ser utilizados para confrontar los cambios tecnológicos, por ejemplo en la manera como nos comunicamos. Tal vez las tablas de arcilla, los rollos de pergaminos y los libros sólo representen quiebras de paradigmas en la manera como almacenamos informaciones, como manoseamos las mismas y, sobre todo, como accedemos a ellas (inclusive sobre cómo pensamos sobre ellas).

Pensar en soportes mediáticos fuera de su contexto funcional (en este caso informativo) sería una locura, así como pensar en la cuchara de Eco sin sus posibles contenidos alimenticios. Para entender esto verifiquemos lo que sucedió con el gramófono, el invento de Thomas Alva Edison, idea que vino ligada con el disco, al que en su versión final llamábamos de LP. Este último tuvo varios formatos, en tamaño y velocidad de rotación, y su vida útil terminó cuando el mundo digital comenzó a invadir el mundo analógico del sonido. La posibilidad de digitalizar las señales provenientes de los micrófonos, tomando muestras periódicamente (y convirtiéndolas posteriormente en bits), reproduciéndolas a una velocidad que consiguiese engañar al oído humano, fue un movimiento equivalente a la invención del cine, en donde fotogramas reproducidos a más de treinta por segundo dieron la idea de movimiento continuo. 

Y aquí verificamos un desplazamiento de lo continuo para lo discreto, del mundo analógico para el mundo de las muestras, estas últimas como condição sine qua non para la digitilización. Por ejemplo, un mundo ya discreteado por los fotógrafos, puede parecernos continuo (sólo en apariencia) si una máquina de reproducción (el proyector cinematográfico) nos muestra una secuencia de fotogramas a una velocidad apropiada. Lo que también tuvo su contrapartida en el sonido, con la invención del CD y sus dispositivos colaterales: DVDs, ipods, pendrivers, entre otros que vendrán en el futuro.

Pero también somos testigos de la digitalización de la fotografía, como una consecuencia del mundo discreto, en donde las amuestras son tomadas sobre el área de la imagen, fragmentándola en pequeños pedazos a los que llamamos de pixeles. Y si a fotografía es digitalizada, por este movimiento tecnológico, el video (y el cine) los son por correspondencia. O sea, una muestra para el video es una fotografía, y una muestra para la fotografía es un pixel. 

Pero esta idea de la digitalización en la imagen ya parecía tener sus vestigios en la pintura, como descubierto por los impresionistas. Por ejemplo, con la introducción del puntillismo por Georges-Pierre Seurat y Paul Signac, movimiento sustentado por varias investigaciones científicas sobre el color, realizadas por los físicos Isaac Newton, Charles Henry y por el alemán Johann Wolfgang von Goethe. Podríamos decir que los experimentos sobre los efectos que pocos colores podrían tener sobre una tela trajeron como consecuencia un nuevo foco al sentido de la información pictórica: el color pasó a ser el principal contenido temático del cuadro. Un punto colorido era la mínima unidad informacional, era el pixel de los impresionistas, pues el mismo definía, a priori, los límites de los objetos y los propios colores. 

Y esta idea, llevando el foco de la información para partes mínimas (y hasta más íntimas), puede ser percibida también en la literatura, si observamos lo que inventaron los poetas concretistas, como los hermanos Augusto y Haroldo de Campos, Décio Pignatari, Eugen Gomringer y algunos de sus precursores como E. E Cummings y Ezra Pound. En este caso, el peso del sentido está a cargo de los símbolos, a lo máximo en las palabras, en la geometría del texto y en el fondo (por ejemplo un papel), por encima de las gramáticas oracionales. En este caso, un símbolo colocado sobre una hoja en blanco pasa a tener sentido, tal como un punto colorido sobre una tela, tal como un pixel sobre una memoria, sobre una pantalla. 

Y si Eco nos habla de la imperativa eternidad de la cuchara, podemos verificar que, sin percibirlo, otros dispositivos ya vienen haciendo tareas similares, tal como el pitillo. Podríamos pensar que la cuchara soporta elementos discretos, tal como los granos de arroz y continuos, tal como una sopa. Pero si nos atrevemos a licuar los contenidos, un pitillo resuelve el problema, en cualquier caso, paradójicamente pasando de lo discreto para lo continuo. 

Y si el libro tiene o no un futuro garantizado con el adviento de nuevas tecnologías va depender de cómo los futuros lectores van a preferir acceder a la información. Y todo esto nos mostrará, al final, si nuestra necesidad de hojear era intrínseca o adquirida. Y si seguiremos teniendo bibliotecas librescas o si éstas serán objetos de museos, tal como las máquinas de escribir. O si viviremos entre la cuchara y el pitillo, eternamente.