viernes, 11 de junio de 2021

Un poco sobre ciencia: una visión algo popperiana

«La ciencia descubre, la tecnología inventa, el arte crea. La ciencia es la arqueología de los fundamentos de lo que existe, de lo ya creado; la genealogía de algo que permaneció oculto. Descubrir es ir atrás de lo ya existente, de lo que permanece cubierto y, por lo tanto, de incógnito».

Esta afirmación del epígrafe da la impresión de que las teorías científicas son narrativas de las leyes ocultas de la naturaleza y que aparecen como una revelación en los textos especializados. Sin embargo, toda teoría en rigor es falsable, basta solo un contraejemplo para derrumbarla, o dejarla grogui y confinada a un ámbito restricto.  
    Y esto nos lo dice Karl Popper, un tipo con fuerte formación científica, que dedicó su vida a la filosofía dejándonos una luz sobre la naturaleza de la ciencia y de sus fundamentos epistemológicos. Sus aportes nos dieron una visión sobre lo que es y lo que no es una teoría científica. En su obra propuso que los científicos fabrican hipótesis que deben ser confrontadas con los datos experimentales colectados en los laboratorios. Si alguna de ellas sobrevive será por ser coherente con todas las informaciones conocidas, y podría así ser denominada teoría. Mas toda teoría tiene plazo de validez tal como los lácteos en los supermercados; pues en su caso, en algún momento le puede quedar grande una nueva observación. Y esto fue un parteaguas que mostró ciertas falencias en la explicación del hacer científico, lo que permitió enterrar de una vez por todas la visión iluminista de la ciencia (con Bacon como su mejor representante).
    Popper nació en Viena en 1902, de descendientes judíos convertidos al luteranismo, y siempre mantuvo distancia sobre cualquier credo religioso o ideológico. Se auto declaraba agnóstico e impugnaba referencias a cualquier tipo de nacionalismo, clase o pueblo elegido, ideas que consideraba peligrosas e implícitas en el sionismo y en el marxismo. Fue contemporáneo al círculo de Viena, pero su pensamiento independiente hizo imposible su integración total con dicho grupo. Su formación académica lo capacitó para ser profesor universitario de física y matemáticas. Durante la segunda guerra mundial se refugió en Nueva Zelanda y después emigró para Gran Bretaña en donde hizo su vida académica hasta su muerte en 1994.
    Popper nos dijo que el método que usan los científicos es cierta mezcla de fabricación de hipótesis con alguna dosis de deducción (lo llamó método hipotético-deductivo). La deducción nos la dejaron los griegos clásicos como herencia (especialmente Aristóteles), en donde demostramos una fórmula mediante procesos coherentes con algunos objetos que llamamos postulados (o premisas); formas que admitimos sin demostraciones, tal como los creyentes lo hacen con la santísima trinidad. Así los postulados, junto con un conjunto de propiedades y de operaciones admitidas en el sistema, nos permiten derivar nuevas formulaciones. En verdad podemos afirmar que tanto la deducción como la inducción son formas de concluir cosas nuevas a partir de cosas conocidas o ya demostradas, y en la ciencia a este proceso se lo denomina inferencia
    Como buen racionalista Popper valorizaba en extremo la deducción, que podría ser utilizada para extraer conclusiones de hipótesis propuestas en la solución de un problema, lo que permitiría hacer comparaciones con desenlaces de otras hipótesis; así como para refutar una teoría que estuviera en vigor.  El problema es que cierto grupo de pensadores nos dice que la deducción es algo parecido con el oficio de una peluquera que da nuevas formas y colores al pelo de una dama, pero el cabello sigue siendo una cabellera.  Por ejemplo, algunos prosélitos de la teoría de la información afirman que la información agregada por la deducción de una nueva fórmula es nula, pues todo el contenido estaba ya confinado en las premisas. Claro que esto parece fuera de contexto para ciertos matemáticos, científicos y hasta para el sentido común, pero en el ámbito de la lógica matemática todo debe ser demostrado, y la corroboración del incremento de la información a partir de la deducción de nuevas fórmulas es un problema aún abierto para investigación, a pesar de tentativas hechas por lógicos y matemáticos como el finlandés Kaarlo Hintikka.
    De hecho, la mayoría de los grandes descubrimientos científicos no fue alcanzada por deducción, sino por un procedimiento que se parece a un salto al vacío, y lo llamamos aquí inducción. Consiste en ir de hechos observables, como la caída de una manzana en la cabeza de un despistado (o mejor, la observación de las mareas), a la formulación de una ley general, como aquella que explica las órbitas de los planetas alrededor de las estrellas.  La forma como la inducción sobreviene en la cabeza de los humanos es aún un misterio.  Pero claro, sabemos que misterios son para resolverse, si tenemos tino para esto; pero la inducción tiene dificultades filosóficas profundas, y en este sentido el filósofo inglés C. D. Broad llamó a los problemas lógicos y filosóficos no resueltos, relacionados con la inducción, un escándalo de la filosofía («el escándalo de la inducción»). 
    Pero la deducción tampoco se salva de tal situación pues el mismo Hintikka acuñó la expresión «escándalo de la deducción», ya que los contenidos semánticos de las sentencias envueltas en procedimientos deductivos son difíciles de combinar con las teorías matemáticas de la información. Por ejemplo, en aquellas ideas aportadas por el matemático e ingeniero Claude Shannon, que envuelven la definición de información como la probabilidad de reducir la incerteza que un receptor tiene al recibir un mensaje: «los buenos poemas llevan más información que los chismes, pues son más raros y alivian nuestras angustias e incertezas al ser recibidos, y por lo tanto son menos probables de acontecer» —algo como esto nos decía el viejo Shannon.
    Por otro lado, existe una tendencia a investigar si la inducción tiene algún fundamento científico que pueda ser verificado. A esto se lo llama problema de justificación. Este problema de la inducción fue propuesto por David Hume en el siglo XVII, en que plantea la cuestión de cómo podemos justificar la inferencia inductiva, o sea de cómo podemos llegar de lo observado a lo no observado. Pero todo esfuerzo nos lleva a razonamientos circulares, del tipo «qué fue primero, el huevo o la gallina». Como eso agota las posibilidades de justificar la inferencia inductiva, debemos concluir que es injustificable. Vale resaltar que Hume no niega la prevalencia o la importancia de tal razonamiento; él solo está manifestando su injustificabilidad. Podemos agregar que con respecto a la inducción y toda su problemática Popper tiró la toalla y terminó negándola. 
    Pero si necesitamos fabricar hipótesis que sean compatibles con los datos, que los expliquen, o que predigan cosas no observadas, precisamos ponderar sobre la naturaleza de nuestras observaciones. Por ejemplo, Bacon afirmaba que el conocimiento científico debía lograrse solo a partir de las observaciones (los datos), y colocaba como metáfora que los científicos eran como las abejas que, a diferencia de las arañas, el racionalista o las hormigas, el empirista puro, estarían tomando el camino del medio: toman materiales de las flores (observaciones) y los transforman y digieren por sí mismos. Sin embargo, observar requiere una motivación e incluye una tendencia del observador, creada por sus intereses, por sus vivencias, o por sus vicios. O sea, solo observamos lo que nos interesa y, por lo tanto, la observación no es neutral, tal como subrayado por el propio Popper, quien desmentía a Bacon. 
    Claro que para Popper la ciencia continúa dependiente de los experimentos; pero no para confirmar las teorías como verdaderas, como en la concepción positivista, sino para comprobar su calidad. El número de pruebas que haya superado una teoría no sería garantía de su veracidad, pues las teorías siempre estarían sujetas a refutación. Una prueba de fuego, un experimento crucial, podría conducir al abandono de una teoría supuestamente consolidada.
    Un punto importante en las propuestas de Popper es la idea de progreso científico, que corresponde a un proceso de sustitución de teorías antiguas por otras de mejor calidad.  Para definir qué teorías serían mejores que otras, teniendo en cuenta su correspondencia con los hechos, Popper utiliza el concepto de verosimilitud o aproximación a la realidad, que presupone la noción de contenido de verdad y también de falsedad. Pero la idea de aceptar el concepto de verdad como el norte de la ciencia le costó trabajo y solo vino a utilizarlo después de la lectura de trabajos de un lógico matemático llamado Alfred Tarski, cuya teoría defendía el libre uso de la idea intuitiva de «verdad» como una «correspondencia con los hechos». Así, la verdad será ahora para Popper un horizonte por alcanzar (mismo que inalcanzable) y fuertemente ligada a la fiel correspondencia con los factos observados.
    Así, para que una teoría represente un nuevo descubrimiento, o un paso adelante con relación a una teoría contrincante, es necesario que tenga un mayor contenido empírico (que lo denominaremos calidad explicativa), que sea más consistente desde un punto de vista lógico, que demuestre una mayor idea de verisimilitud y que tenga un mayor poder predictivo.
    Su visión racionalista sobre el hacer científico le creó críticas de contrincantes de peso como Thomas Kuhn e Imre Lakatos. En general, sus críticos le recordaban que la ciencia es hecha por seres humanos, que además de su arsenal racional llevan consigo un tonel de cargas emocionales y de instintos de supervivencia (o sea, un barril de pólvora), y que esto los llevaría a defender sus teorías con portes menos elegantes y justos. Le recordaban que sus ideas de progreso científico, por la acumulación de contenidos, era una visión idealista y en algunos momentos claramente errada, pues el camino para generar nuevos saberes estaba repleto de intereses personales y económicos, a los que Popper no les paraba bolas. 
    Finalmente, se le achacaba el hecho de desconocer que la ciencia podría avanzar por saltos en vez de hacerlo por progresos continuos, y esto lo afirmaba Kuhn, para quien la ciencia progresaba por revoluciones o sustituciones de maneras de pensar, o quiebras de paradigmas, como ocurrió con el adviento de las ideas de la física cuántica, que nos llevó a enfrentarnos con conceptos que resisten sistemáticamente al sentido común, aquel que creemos tener la mayoría de los mortales.
    Sobre las teorías científicas se hace mucho énfasis en su descripción matemática. Mas esto es un equívoco pues varias teorías no son matemáticas o no son matematizadas. Un ejemplo es la teoría de la evolución, conocida como darwinismo. Popper la atacó intensamente en varias oportunidades, y no por su falta de narrativa matemática. Por ciertos motivos, y en cierta época, la tildó como metafísica, tautológica y refutable con cierta facilidad en ciertas circunstancias. Inclusive le retiró su título de teoría, y este asunto es fuertemente discutido en la actualidad.  Argumentos similares usó para atacar el psicoanálisis y el marxismo, retirándoles también sus estatus de teorías científicas. 
    En general los actores de las ciencias duras tienen claro la refutabilidad de sus teorías y se resisten a envolverse con filosofías, con religiones o con cualquier tipo de ideología. Saber que un trabajo de toda una vida puede ser destruido por un contraejemplo o por una nueva observación es claro y asimilable para ellos, pues hace parte de las reglas del juego. Sin embargo, refutar conceptos que se quedan obsoletos es arduo de asimilar para cualquier cura de cualquier religión, para ciertos filósofos que buscan explicar el sentido del mundo, o para los adoctrinadores de cualquier índole. Esta especie de neutralidad  y pureza popperiana, así como la aceptación a los vaivenes del saber que los científicos deberían ejercer serían sus mayores méritos, especialmente cuando soplan los vientos de la intolerancia, de los fanatismos y de los fundamentalismos de cualquier índole.

Carlos Humberto Llanos

jueves, 10 de junio de 2021

Sobre Tiempos y dudas


Qué mano puede detener su pie veloz,
¿O qué belleza el Tiempo no demarca?
¡Ninguna! Al menos que este mi amor
En negra tinta guarde su fulgor.

W. Shakespeare (soneto LXV)

Hay cosas en el cielo y en la tierra que aún no abarcamos con nuestra comprensión y una de ellas es el tiempo. Un síntoma claro es que tenemos más preguntas que respuestas para dar. ¿Es el tiempo objetivo o subjetivo, es absoluto o relativo, es solamente lo que marcan los relojes con sus punteros giratorios?  Algo sobre el tema lo discutió Platón, que lo describe como creación divina para permitir el tránsito perfecto y periódico de los astros, de acuerdo con su mundo de las ideas. En cambio, Aristóteles relaciona el tiempo con el desplazamiento de los objetos, y cree que «el tiempo es la medida del movimiento», colocando el problema del antes, del después y del ahora.  En este sentido, para san Agustín el pasado, el presente y el futuro adquieren su significado al identificarse con la memoria, la atención y la espera. Mas en la visión clásica hay cierto desprecio por el tiempo, colocándolo en el nivel de lo imperfecto, opuesto a la perfección de la eternidad. 
    Discusiones sobre si el tiempo es externo y objetivo, o interno y subjetivo ocurren desde siglos, teniendo como protagonistas actuales filósofos, psicólogos, literatos y científicos. Inclusive se debate si el tiempo existe o es una ficción de nuestras conciencias. Pero sin duda solo tenemos por cierto conjeturas y algunas dudas frustrantes, tal como aquella vieja cuestión agustiniana: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé». 
    En la literatura tenemos la visión de Proust, el pasado puede ser rescatado mediante la purificación de la memoria, centrando la atención en el retrovisor de la vida. La atención presencial nos sirve de espejo —la media espacial— en donde podemos revivir el pasado. Sobre el futuro tenemos la ficción de los oráculos, casi siempre en la forma de acertijos a ser interpretados, como le ocurrió a Edipo y a tantos otros mortales. 
    En visiones filosóficas verificamos precursores de lo que se investiga en la neurociencia. Por ejemplo, para Kant el tiempo aparece como condición subjetiva sobre la cual tiene lugar toda y cualquier intuición y, siendo a priori, es anterior a los objetos en su representación. Así, el tiempo es una intuición que forma parte de la estructura del sujeto cognoscente, con la cual el sujeto ordena los fenómenos del mundo según la sucesión y la simultaneidad.
    Lo que es simultáneo y lo que es secuencial está claro en la física de Newton pues el tiempo es absoluto e independiente de cómo nos movemos como observadores.  De cierta manera también lo está para Kant para quien el tiempo es algo homogéneo; lo que para Bergson sería un pecado, pues sojuzga la filosofía al sistema científico, cortando sus alas y tornado imposible una metafísica del saber. 
    Para Bergson el tiempo real es duración (al que llama de tiempo real), devenir, y se compone de momentos interiores., que se entrelazan entre sí. Y lo define así para oponerse a la tradición científica y kantiana que, según él, confunde tiempo con espacio, colocándolo como algo homogéneo y divisible. El yo aparece allí donde la duración aparece por la primera vez, como fenómeno psicológico. La duración también es ser, siendo heterogénea, continua, indivisible y fundamental como experiencia interna. Esas visiones que plantean tesituras más o menos subjetivas sobre el tiempo es tema actual de debates filosóficos. Sin embargo, en Bergson podemos percibir que su concepción de tiempo —como duración— lleva de nuevo a algo clásico, casi de vuelta a una idea de absoluto, una visión metafísica del tiempo. Lo que lo lleva también a criticar la concepción temporal de la física relativista.
    En este sentido, la física del siglo 20 nos habla sucesión y simultaneidad, específicamente en la teoría especial de la relatividad, en donde la velocidad de la luz es lo único absoluto.  Nos dice que si dos eventos son simultáneos en algún local, en donde estamos, no lo serán si observados en otro sistema de referencia que se mueve con velocidad contante con respecto a nosotros. En este caso, la simultaneidad depende de dónde estemos y de la condición del lugar de quien observa.
    Y conversando desde donde estamos, como observadores voyeristas, los conceptos de localidad espacial y simultaneidad temporal tienen sus respectivos acertijos en la física de las partículas atómicas y subatómicas.  Dos objetos pueden estar conectados por una simultaneidad a pesar de estar a distancias que no caben en nuestras cabezas. O sea, la instantaneidad en la comunicación entre dos eventos cuánticos es un hecho comprobado en los laboratorios. Así el eterno presente y la comunión de los santos es ahora tema científico.
    Tenemos también otras visiones filosóficas que colocan por lo menos algún tipo de atributo subjetivo a la cuestión temporal como en Martin Heidegger, en donde existe el tiempo propio del sujeto por sí, aparte del tempo del mundo (el tempo que miden los relojes). Para Heidegger es esencial pensar el tiempo como algo independiente del movimiento. Pues la idea aristotélica —y científica— del tiempo deja por fuera cualquier disposición afectiva, personal. Heidegger parte de la premisa de que nosotros no estamos en el tiempo, nosotros somos el tiempo. Pues el tiempo tiene que ser visto por sí mismo y no como medida, o como una relación de movimiento, adjunto al espacio. A pesar de los relojes marcar el mismo tiempo para todos, la experiencia del tiempo es única y singular para cada uno. Las horas no pasan, somos nosotros los que pasamos: el tiempo es el hombre. Es porque morimos que hablamos de tiempo, al contrario de Aristóteles para quien hay muerte porque hay tiempo. 
    Y esto hasta que tiene la condescendencia de unos de los pilares de la física cuántica, Erwin Schrödinger, para quien un beso sincero a una bella dama sería suficiente para hacer el tiempo parar. Mas la capacidad de hacer el tiempo parar es también implícita a toda arte, cuando un observador desaparece mientras observa una obra que lo cautiva, que lo atrapa y lo secuestra, por algunos instantes, para otra realidad. 
    Pero la relación del tiempo con los movimientos periódicos y circulares de los astros —y de los punteros de los relojes— la recogemos también en Borges: «lo decían los antiguos pitagóricos, todo retorna como la fracción periódica… y los astros y los hombres vuelven cíclicamente…La mano que esto escribe renacerá del mismo vientre». El tiempo en espiral, como el movimiento helicoidal de los planetas en torno a un sol que ahora sabemos que también transita, como un bólido en el espacio tiempo. O el tiempo travestido de música, cuando nos dice en el verso final del otro poema de los dones: «por la música, misteriosa forma del tiempo».
    Mas hablando del tiempo objetivo, medido por movimientos periódicos y retornelos, el reloj disimula la naturaleza incógnita del tiempo usando la máscara convincente de un movimiento. O sea, traviste el tempo de movimiento regular —ya criticado por Bergson.  Y nos queda una transformación de algo misterioso, en su esencia, en una regularidad que nos indica la duración, la cuantificación de un período de algo, inclusive de nosotros mismos.  Así, en la física, la duración es para el tiempo aquello que la longitud es para el espacio, como nos lo dice el físico y filósofo Étienne Klein. En ambos casos tenemos representaciones y tal vez solo fetiches de lo temporal y de lo espacial (Heidegger estaría feliz de escuchar esto). 
    Y aquí podemos decir que esa duración es un cuenteo de instantes, que vienen y se van mediante un mecanismo que no podemos comprender. Cada instante que verificamos conscientemente lo llamamos presente, mas esto no deja de ser una simple definición, como un postulado para fabricar explicaciones o para tejer teorías. 
    La sucesión de instantes no admite pausas y el presente es un instante que verificamos como observadores. Ese motor de instantes ariscos es el mecanismo que no podemos entender —no captamos su funcionamiento, tal como lo desearían tanto físicos como ingenieros. 
    Físicamente hay con el tiempo una condición dictatorial, pues con el espacio podemos hasta hacer recorridos y tránsitos con cierta libertad. En el caso del tiempo estamos atrapados en un cierto tipo de prisión. Podemos repetir eventos, como dormir, cenar, hacer el amor. Pero no podemos repetir los instantes que ya transcurrieron. Podríamos decir que somos arrastrados sin posibilidad de rescate, sin una mano amiga que nos saque de algo que no comprendemos.
    Y hablando de obligatoriedad del transcurso temporal hay una relación de este con los fenómenos del calor, estudiados en un área conocida como termodinámica. El calor fluye espontáneamente de un cuerpo caliente para un cuerpo frío. Este facto es comprobado diariamente en las diferentes actividades que realizamos, y nunca se encontró un contraejemplo, por lo menos fuera de la locura de la física cuántica. Una mano caliente, transmite calor para una mano fría —es la famosa segunda ley de la termodinámica. Cuando sumergimos un cuerpo caliente dentro del agua el calor fluye del cuerpo caliente para el agua, hasta que el conjunto llegue al equilibrio térmico, y este equilibrio térmico está asociado con un mayor desorden del sistema. Este tipo de procesos son temporales, y van siempre en la misma dirección, en la medida en que el tiempo avanza, y son llamados de fenómenos irreversibles. 
    La medida de desorden de un sistema cerrado es denominada comúnmente de entropía, y los que nos dicen los físicos es que la entropía siempre aumenta, junto con el transcurso del tiempo, buscando que los fenómenos lleguen a un punto de equilibrio, lo que equivale a su punto de máximo desorden, ¿tal vez la muerte de nuestros cuerpos? Así el pasado, presente y futuro son estados de un sistema, que guardan características de irreversibilidad, lo que nos hace asociar al tiempo con nuestra finitud, y como dice el poeta: ¿qué belleza el tiempo no demarca? 
    ¿Para la ciencia realmente el tiempo pasa, como lo dice la famosa canción de Pablo Milanés? Hay aquí una metáfora ya usada: el tiempo como un río que recorre algo. Mas en un río tenemos una visión espacial, un recorrido perceptible y comprobable. Y tenemos la gravedad como su causa, y un cause —su nacimiento, su curso y su destino final. En relación con el tiempo, estrictamente hablando, no tenemos estas muletas, no sabemos ni su causa ni su cause, y menos su destino final. Si verificamos un poco percibimos que tal vez somos nosotros los que pasamos, como pasan los árboles y los postes de energía cuando viajamos en un tren. Y aquí Heidegger estaría de acuerdo.
    También decimos que somos arrastrados por el tiempo, como si fuera un río, mas eso es solo un fragmento literario de lo que nos dicen las canciones y los versos. Algunos físicos dicen que el pasado, presente y futuro existen en una especie de partitura matemática que es ejecutada por nosotros como seres consientes. O sea, el motor temporal son nuestras mentes y nuestras observaciones. Y que hay una especie de tejido al que llaman espacio-tiempo que compartimos por algún tipo de consenso colectivo. Aquí el futuro predicho por los oráculos que usan símbolos arquetípicos tal vez tenga sentido, pues podríamos presumir que un símbolo podría mapear, o vincularse, con un instante que aún no aconteció.  
    Otro grupo de físicos afirma que solamente los eventos presentes son reales: el pasado fue perdido irremediablemente, y el futuro no existe, como nos lo insinúa Shakespeare —solo es fabricado como presente, y en el momento oportuno. Y esto de por sí ya hace posible la tragedia como género literario.   Los dos grupos generalmente están atrincherados en la física relativista o en la física cuántica, o en alguna corriente literaria o filosófica.
    Si hablamos sobre una dimensión espaciotemporal, los físicos afirman que tenemos un universo de 4 dimensiones (tres espaciales y una temporal). Pero recientes teorías más abstractas nos dicen que las partículas atómicas son fabricadas por vibraciones de objetos unidimensionales, como las cuerdas de una guitarra. Y que dependiendo de la forma como vibren aparecen objetos físicos, como partículas elementales, tal como los cuarks que pueden agruparse para formar partículas mayores, y así sucesivamente. Así, los físicos nos insinúan que existen más 7 dimensiones, con características curvas, tal como las formas femeninas, que serían necesarias para unir los fenómenos gravitacionales, cuánticos y electromagnéticos. Al final, tendríamos un universo de 11 dimensiones y el tiempo apenas sería una de ellas.
    Pero saliendo de temas estrambóticos y hasta pintorescos, físicamente sabemos que tempo y espacio tienen una relación, específicamente en el caso del movimiento. Este último es comúnmente descrito en la forma de velocidad, algo que todos entendemos intuitivamente. Nos movemos con una velocidad que significa algo concreto, y que hasta podemos percibir: si es mayor llegamos más rápido, con una duración menor. La física relativista nos dice que la mayor velocidad posible es la de la luz. Y que los únicos objetos que la pueden alcanzar no tienen masa, tal como los fotones. Otros objetos con masa diminuta solo pueden tener una velocidad máxima menor, dependiendo de su energía. 
    Y lo más intrigante y singular es que si pudiéramos correr detrás de una partícula de luz y acelerásemos hasta llegar a una velocidad altísima, ese fotón siempre estará viajando a la velocidad de la luz con respecto a nosotros. No importa a que velocidad estemos, siempre que midamos su velocidad será la misma.  O sea, nunca podremos darle la mano a un fotón y decirle hola.  
    Tal vez por eso la expresión «iluminarse», usada por ciertas religiones y credos espiritualistas, tenga aquí su sentido metafísico: «alguien dejó de ser de este mundo y saltó el muro de su prisión». De esta manera, nuestras visiones de objetividad o subjetividad sobre el misterio de la temporalidad perderían sentido; pues parar el mundo, por alguna técnica artística o espiritual, hace que la realidad desparezca. La propia física nos lo insinúa:  sin la existencia del tiempo la película se para, y los personajes se vuelven como un fotograma y cualquier historia deja de tener sentido y posibilidad. 
    Aún no sabemos si el tiempo pasa, o si nosotros pasamos en el tiempo; ni sabemos sobre el motor que lo origina y lo controla. Bergson critica la tradición clásica que confunde el tiempo con el espacio, así como Heidegger critica enredarlo con el movimiento. Y hasta tenemos dudas de si somos el tiempo, como nos lo afirma algún filósofo, o algún cantor. Si el tiempo existe —porque hay muerte y máximo desorden— es porque estamos piamente seguros de nuestra identificación con nuestros cuerpos de carbono. Es decir, el problema no dejaría de ser una cuestión de identidad, pues como lo dicen algunos psicoanalistas «no hay loco más loco que aquél que afirma ser Napoleón, mismo que sea el propio Napoleón».

Algunas referencias:
  • Klein, Étienne. Le Temps (qui passe?), Paris, Bayard, 2013. Edición original.
  • Frant Pereira, Sofia e Alvim; Duarte, Pedro. O Conceito de Tempo nos Primeiros Escritos de Martin Heidegger. Departamento de Filosofia, PUCRJ, Rio de Janeiro. 
  • Heidegger, Martin. Ser e tempo. Petrópolis: editora Vozes, 2009.
  • Mascarenhas, Aristeo, L. C. Bergson e Kant: o problema do tempo e os limites da intuição.  https://doi.org/10.1590/s0101-31732017000200006

miércoles, 9 de junio de 2021

Música, Pitágoras y Prometeo


La relación entre la música y matemática en occidente es histórica y también estética. Y este es su gran misterio: ¿por qué una escala musical cuyos tonos están vinculados a frecuencias mecánicas (en este caso, ondas de presión acústicas) suena bien al oído?
    Pero cuando hablamos de escalas es imposible dejar de lado a Pitágoras, quien quizás primero tuvo una relación estética con el sonido y luego persiguió un modelo matemático. Podemos recordar que los pitagóricos eran devotos de las simetrías, de las perfecciones y que cultivaban la relación entre los números enteros. Algunas de estas relaciones generaban fracciones periódicas, patrones de secuencias que se repiten ad aeternum (una especie de simetría), y esto era ya suficiente para ser tomado como tema filosófico y de espiritualidad (tal vez de religión).
    Esta recurrencia de objetos puede ser observada en los cuadros de Escher y en la música barroca: las formas musicales son temas repetitivos. Así, en el principio de la música hay principalmente un aspecto estético, sobre el eterno retorno, la recursividad matemática, la función que se llama a sí misma. Pero la matemática rigorosa vino después tal como ocurre en la ciencia actual: alguien observa un proceso (o un fenómeno) y después quiere presentarnos o vendernos un modelo matemático (o una teoría) que funcione, explique algunas cosas y haga algunas predicciones.
    El problema es que los pitagóricos deificaban los números, pero no la estética musical y por eso enfatizaron más en la construcción de un modelo que en el fenómeno estético en sí. Tal como suele ocurrir dentro de la ciencia actual que hace mucho énfasis en los modelos teóricos, en donde muchos usan narrativas matemáticas, casi siempre para darles elegancia y formalismo académico. Pero debemos recordar la advertencia del Prof. George Box: «all models are wrong but some are usefull».
    Tal vez podemos afirmar que Pitágoras y su grupo fueron los primeros físicos teóricos, pues crearon una teoría matemática para los sonidos, y posiblemente los primeros ingenieros pues la usaron para estimular la construcción de instrumentos musicales. En la construcción de escalas musicales se hace énfasis en obtener sonidos sin asperezas, que suenen bien al oído, lo que lleva al concepto de consonancia sonora. Obviamente si algún sonido en una escala determinada tiene alguna acidez será una disonancia.
    En la construcción de las escalas se usa una frecuencia fundamental (que dará nombre a la escala) y el resto de las notas se consigue usando relaciones entre números naturales. Por ejemplo, si multiplicamos la frecuencia fundamental del do por 2 (denominada de relación 2/1) la llamaremos de octava superior. Otras relaciones definen nuevas frecuencias (y nuevos tonos), por ejemplo: 3/2 (quinta), 4/3 (cuarta), 5/3 (sexta mayor), 5/4 (tercera mayor), 6/5 (tercera menor) y 8/5 (sexta menor); y así obtendremos la escala de do. Las cuatro primeras relaciones generan consonancias perfectas y las restantes consonancias imperfectas.
    O sea, todo hace parte de un concepto estético que tiene sus tránsitos históricos, inclusive porque el asunto sobre qué es disonancia (o no) tiene su historicidad y ha cambiado con el tiempo. Por ejemplo, los músicos dicen que es un concepto variable y que el oído humano puede adaptarse a usarlas y crear nuevas musicalidades, como lo verificamos en la música erudita contemporánea, en el jazz, la bossa-nova y otras similares, especialmente en la construcción de acordes.
    Un punto fundamental de la experiencia auditiva es que cada nota suena igual que su octava superior, y esto no tiene equivalencia en ninguna de las otras experiencias sensoriales (visión, olfato, etc.) En la física se explica diciendo que todos sus componentes ondulatorios complementares (llamados armónicos) son coincidentes, y por eso el oído procesa los dos sonidos como si fueran iguales. Una decisión arbitrária de la evolución que siempre busca optimizar algo, el problema es saber  qué quiso optimizar en este caso.
    Así históricamente se crearon escalas intentando maximizar el número de consonancias y minimizando intervalos desagradables para el oído (disonancias) entre la nota fundamental y su octava superior; por ejemplo, la escala Pitagórica, tal vez la primera tentativa formal en occidente, y la escala justa.
    El problema es que si hacemos el mismo procedimiento para la frecuencia del re tendremos la dificultad de que los intervalos de frecuencia no son iguales, lo que obligaría a afinar los instrumentos cada vez que mudemos de escala. Para buscar algún tipo de patrón que funcionara para todas las escalas se hicieron algunos ajustes en los intervalos entre notas generando la escala temperada de 12 tonos (tal vez idea de Bach). Estos pequeños ajustes hacen que los intervalos tengan algún tipo de simetría y podamos tener las mismas variaciones de frecuencias entre semitonos (la mitad de un tono) que valen para todas las escalas. Un músico puede observar estas pequeñas perturbaciones si compara la escala cromática con la escala pitagórica (o la escala justa), pero el oído termina por aceptarlas, y para los legos y el resto de los mortales, como la mayoría de nosotros, no hay diferencias.
    Tal vez la escuela Pitagórica fue pionera en crear modelos matemáticos que tuvieran posibles impactos en cosas reales (como los instrumentos musicales), y podríamos verificar también las fundaciones de las relaciones entre matemática, ciencia y tecnología.
    Pitágoras sería una representación mortal de Prometeo (el famoso titán) que, entre otras cosas, robó el fuego para dárselo a los humanos y por eso fue castigado severamente. Recordemos que el fuego era el elemento fundamental y vivificador del universo para los pitagóricos, y su dominio representa la tecnología primigenia que permitirá a los humanos entrar en las edades de la metalurgia (por la fusión de minerales, como el cobre, el bronce y el hierro), calentar sus cuerpos de manera artificial y cocinar.
    Su grupo estaba compuesto tanto de hombres como de mujeres, algo raro en la historia antigua, y la observación de variadas relaciones numéricas, o analogías al número en los fenómenos del mundo objetivo, era la convicción de que los números y sus relaciones armoniosas confluían en principios absolutos del conocimiento. «Los números son cosas en sí», cogitaba Aristóteles cuando abordaba los enunciados pitagóricos.
    En el caso de Prometeo, el castigo sufrido puede ser visto así: podemos donar conocimientos culturales, filosóficos y científicos (verifiquemos que estos son divulgados abiertamente en literaturas específicas). Ahora, si se trata de conceder tecnologías la cosa tendrá un precio alto. Basta observar cómo los gobiernos e industrias guardan sus tecnologías a siete llaves en la forma de know-how y de patentes, y cómo violar un secreto industrial es un delito en los marcos jurídicos de todos los gobiernos. Quizás la feroz persecución que sufrió la escuela pitagórica y su fundador puede ser un vestigio de este sino.

De las Ciencias, de las Tecnologías y del Arte


La ciencia descubre, la tecnología inventa, el arte crea. La ciencia es la arqueología de los fundamentos de lo que existe, de lo ya creado; la genealogía de algo que permaneció oculto. Descubrir es ir atrás de lo ya existente, de lo que permanece cubierto y, por lo tanto, de incógnito.
    Inventar tiene como etimología el prefijo in (hacia dentro), ligado al verbo venire en infinitivo latino, y con su supino ventus; siendo que este último tiene también su contraparte como sustantivo: el viento, o un soplo de suerte, o algo así. Y haciendo una pequeña composición podríamos insinuar algo como: siendo el viento, el buen agüero que viene desde adentro.
    Crear tiene origen en el infinitivo latino creare, con el sentido de engendrar, de parir, de dar a luz, de cuidar, de nombrar alguien para un cargo. Se crea a partir de algo, y con el perdón de los creacionistas ortodoxos. Por lo tanto, queda más fácil entender el por qué el arte siempre estuvo ligado con la tecnología (y mucho más ahora) pues el viento, que viene de adentro, se parece más a un eólico parto, que engendra algo de lo preexistente.
    No hay arte sin tecnología pues en la caverna de Altamira hubo la invención previa de la tinta y de los artefactos que permitieron pintar en los muros —pura tecnología. La escritura fue posterior a la invención del alfabeto, a la palabra hablada, y nos atreveríamos a pensar que el lenguaje oral es una de las primeras tecnologías de la comunicación. Si fue invención o creación es otra historia.
    Si hablamos de tecnología, ciencia y sociedad podemos verificar que las revoluciones sociales están ligadas con revoluciones tecnológicas, y estas últimas a descubrimientos científicos, en una relación de recursividad: un descubrimiento científico suele generar nuevas tecnologías y una nueva tecnología suele apalancar una nueva descubierta científica. Podemos verificar que revolución francesa puede ser atribuida a las tecnologías desarrolladas por la revolución industrial, que forjaron nuevas clases sociales y nuevas relaciones de trabajo.
    Pero las presiones sociales suelen surgir de lo cotidiano, en donde los personajes inventores de los cimientos tecnológicos son estimulados, o presionados, a desarrollar nuevas formas de pensar, o sea descubrimientos científicos. Y aquí tenemos el problema de saber si lo que pasa es que una tecnología genera una transformación social, o un descubrimiento científico genera una nueva tecnología, o si es al contrario; pues podemos caer fácilmente en el problema del huevo y la gallina.
    Generalmente asumimos las revoluciones tecnologías como revoluciones industriales, pero el problema es que el concepto de industria ha cambiado con el tiempo, así como el concepto de trabajador (y con el perdón de los marxistas). Los ingenieros industriales y de producción han acuñado el término de industria 4.0, en donde se incluyen nuevas formas de producción, envolviendo formas de trabajo no concebidas con anterioridad, abordando tecnologías como la inteligencia artificial y la robótica. Así, lo que conocemos como fábrica, su layout y logística, no se parece, o se parecerá, con los nuevos conceptos de fábrica, pensados de acuerdo con las nuevas formas de organización, envolviendo procesos descentralizados, autónomos, con alto grado de comunicabilidad, y en donde se puede trabajar remotamente.
    Si miramos una línea del tiempo podemos colocar la máquina de vapor, los motores de combustión interna, la electricidad, los motores eléctricos, la electrónica, las comunicaciones inalámbricas, la telefonía, el computador, la microelectrónica, la ingeniería de materiales, el circuito integrado, el desarrollo de interfaces hombre-máquina, el desarrollo de nuevos sensores, la neurociencia, la inteligencia artificial y realidad aumentada. Y todo esto confluye en el teléfono celular actual. Nunca antes hubo un producto con tantas tecnologías integradas en un único dispositivo, y que cabe en una de nuestras manos.
    Muchas de esas tecnologías eran protagonistas de películas de ciencia ficción hasta hace pocos años. En este aparato de comunicación tenemos las funcionalidades de un computador sofisticado junto con las capacidades de transmisión y recepción, envolviendo algoritmos sofisticados de modulación; sin pensar en pantallas planas e interface por toque y voz, incluyendo técnicas de reconocimiento de voz e imagen. Y todo esto ocurre veloz e imperceptible, en donde perdemos hasta el derecho a la sorpresa. Ese crecimiento rápido para nuestra percepción puede ser visto como un incremento exponencial, que bien más rápido que el linear, con aceleración creciente, lo que nos lleva aprisa a valores que no caben en nuestras cabezas.
    Ese fenómeno de integración lo observamos también en la robótica, en donde intentamos simular comportamientos del cerebro humano, incluyendo los problemas que nuestro cerebro resuelve de manera fácil. Por ejemplo, cuando llegamos a una sala somos capaces de reconocer los objetos en ella, de saber en qué lugar estamos localizados y actualizar ese mapa en tiempo a cada instante. Ese problema de localización y mapeamento realizados de manera simultánea es duro de roer en el área de la ciencia de la computación, y por lo tanto en la robótica. En esta área es conocido como SLAM (del inglés Simultaneous Localization and Mapping). Así en un robot vemos incorporados aspectos sofisticados de la mecánica fina, de la inteligencia artificial, de la visión computacional, de la interface hombre-máquina (HCI, del inglés Human-Computer Interaction), y por supuesto del SLAM. O sea, la integración de tecnologías es evidente.
    En el fenómeno de integración podemos observar también que algunas tecnologías absorben otras, tal como ocurrió en la telefonía en donde el teléfono fijo ha sido desplazado por los celulares, que también tienden a sustituir los PCs. Lo mismo parece acontecer con la industria automotriz en donde el vehículo convencional será absorbido por la robótica, si pensamos que un vehículo autónomo no es más ni menos que un robot transportador de humanos y de las cosas. Y el transporte de palabras se queda a cargo de la web y de sus redes sociales.