viernes, 11 de junio de 2021

Un poco sobre ciencia: una visión algo popperiana

«La ciencia descubre, la tecnología inventa, el arte crea. La ciencia es la arqueología de los fundamentos de lo que existe, de lo ya creado; la genealogía de algo que permaneció oculto. Descubrir es ir atrás de lo ya existente, de lo que permanece cubierto y, por lo tanto, de incógnito».

Esta afirmación del epígrafe da la impresión de que las teorías científicas son narrativas de las leyes ocultas de la naturaleza y que aparecen como una revelación en los textos especializados. Sin embargo, toda teoría en rigor es falsable, basta solo un contraejemplo para derrumbarla, o dejarla grogui y confinada a un ámbito restricto.  
    Y esto nos lo dice Karl Popper, un tipo con fuerte formación científica, que dedicó su vida a la filosofía dejándonos una luz sobre la naturaleza de la ciencia y de sus fundamentos epistemológicos. Sus aportes nos dieron una visión sobre lo que es y lo que no es una teoría científica. En su obra propuso que los científicos fabrican hipótesis que deben ser confrontadas con los datos experimentales colectados en los laboratorios. Si alguna de ellas sobrevive será por ser coherente con todas las informaciones conocidas, y podría así ser denominada teoría. Mas toda teoría tiene plazo de validez tal como los lácteos en los supermercados; pues en su caso, en algún momento le puede quedar grande una nueva observación. Y esto fue un parteaguas que mostró ciertas falencias en la explicación del hacer científico, lo que permitió enterrar de una vez por todas la visión iluminista de la ciencia (con Bacon como su mejor representante).
    Popper nació en Viena en 1902, de descendientes judíos convertidos al luteranismo, y siempre mantuvo distancia sobre cualquier credo religioso o ideológico. Se auto declaraba agnóstico e impugnaba referencias a cualquier tipo de nacionalismo, clase o pueblo elegido, ideas que consideraba peligrosas e implícitas en el sionismo y en el marxismo. Fue contemporáneo al círculo de Viena, pero su pensamiento independiente hizo imposible su integración total con dicho grupo. Su formación académica lo capacitó para ser profesor universitario de física y matemáticas. Durante la segunda guerra mundial se refugió en Nueva Zelanda y después emigró para Gran Bretaña en donde hizo su vida académica hasta su muerte en 1994.
    Popper nos dijo que el método que usan los científicos es cierta mezcla de fabricación de hipótesis con alguna dosis de deducción (lo llamó método hipotético-deductivo). La deducción nos la dejaron los griegos clásicos como herencia (especialmente Aristóteles), en donde demostramos una fórmula mediante procesos coherentes con algunos objetos que llamamos postulados (o premisas); formas que admitimos sin demostraciones, tal como los creyentes lo hacen con la santísima trinidad. Así los postulados, junto con un conjunto de propiedades y de operaciones admitidas en el sistema, nos permiten derivar nuevas formulaciones. En verdad podemos afirmar que tanto la deducción como la inducción son formas de concluir cosas nuevas a partir de cosas conocidas o ya demostradas, y en la ciencia a este proceso se lo denomina inferencia
    Como buen racionalista Popper valorizaba en extremo la deducción, que podría ser utilizada para extraer conclusiones de hipótesis propuestas en la solución de un problema, lo que permitiría hacer comparaciones con desenlaces de otras hipótesis; así como para refutar una teoría que estuviera en vigor.  El problema es que cierto grupo de pensadores nos dice que la deducción es algo parecido con el oficio de una peluquera que da nuevas formas y colores al pelo de una dama, pero el cabello sigue siendo una cabellera.  Por ejemplo, algunos prosélitos de la teoría de la información afirman que la información agregada por la deducción de una nueva fórmula es nula, pues todo el contenido estaba ya confinado en las premisas. Claro que esto parece fuera de contexto para ciertos matemáticos, científicos y hasta para el sentido común, pero en el ámbito de la lógica matemática todo debe ser demostrado, y la corroboración del incremento de la información a partir de la deducción de nuevas fórmulas es un problema aún abierto para investigación, a pesar de tentativas hechas por lógicos y matemáticos como el finlandés Kaarlo Hintikka.
    De hecho, la mayoría de los grandes descubrimientos científicos no fue alcanzada por deducción, sino por un procedimiento que se parece a un salto al vacío, y lo llamamos aquí inducción. Consiste en ir de hechos observables, como la caída de una manzana en la cabeza de un despistado (o mejor, la observación de las mareas), a la formulación de una ley general, como aquella que explica las órbitas de los planetas alrededor de las estrellas.  La forma como la inducción sobreviene en la cabeza de los humanos es aún un misterio.  Pero claro, sabemos que misterios son para resolverse, si tenemos tino para esto; pero la inducción tiene dificultades filosóficas profundas, y en este sentido el filósofo inglés C. D. Broad llamó a los problemas lógicos y filosóficos no resueltos, relacionados con la inducción, un escándalo de la filosofía («el escándalo de la inducción»). 
    Pero la deducción tampoco se salva de tal situación pues el mismo Hintikka acuñó la expresión «escándalo de la deducción», ya que los contenidos semánticos de las sentencias envueltas en procedimientos deductivos son difíciles de combinar con las teorías matemáticas de la información. Por ejemplo, en aquellas ideas aportadas por el matemático e ingeniero Claude Shannon, que envuelven la definición de información como la probabilidad de reducir la incerteza que un receptor tiene al recibir un mensaje: «los buenos poemas llevan más información que los chismes, pues son más raros y alivian nuestras angustias e incertezas al ser recibidos, y por lo tanto son menos probables de acontecer» —algo como esto nos decía el viejo Shannon.
    Por otro lado, existe una tendencia a investigar si la inducción tiene algún fundamento científico que pueda ser verificado. A esto se lo llama problema de justificación. Este problema de la inducción fue propuesto por David Hume en el siglo XVII, en que plantea la cuestión de cómo podemos justificar la inferencia inductiva, o sea de cómo podemos llegar de lo observado a lo no observado. Pero todo esfuerzo nos lleva a razonamientos circulares, del tipo «qué fue primero, el huevo o la gallina». Como eso agota las posibilidades de justificar la inferencia inductiva, debemos concluir que es injustificable. Vale resaltar que Hume no niega la prevalencia o la importancia de tal razonamiento; él solo está manifestando su injustificabilidad. Podemos agregar que con respecto a la inducción y toda su problemática Popper tiró la toalla y terminó negándola. 
    Pero si necesitamos fabricar hipótesis que sean compatibles con los datos, que los expliquen, o que predigan cosas no observadas, precisamos ponderar sobre la naturaleza de nuestras observaciones. Por ejemplo, Bacon afirmaba que el conocimiento científico debía lograrse solo a partir de las observaciones (los datos), y colocaba como metáfora que los científicos eran como las abejas que, a diferencia de las arañas, el racionalista o las hormigas, el empirista puro, estarían tomando el camino del medio: toman materiales de las flores (observaciones) y los transforman y digieren por sí mismos. Sin embargo, observar requiere una motivación e incluye una tendencia del observador, creada por sus intereses, por sus vivencias, o por sus vicios. O sea, solo observamos lo que nos interesa y, por lo tanto, la observación no es neutral, tal como subrayado por el propio Popper, quien desmentía a Bacon. 
    Claro que para Popper la ciencia continúa dependiente de los experimentos; pero no para confirmar las teorías como verdaderas, como en la concepción positivista, sino para comprobar su calidad. El número de pruebas que haya superado una teoría no sería garantía de su veracidad, pues las teorías siempre estarían sujetas a refutación. Una prueba de fuego, un experimento crucial, podría conducir al abandono de una teoría supuestamente consolidada.
    Un punto importante en las propuestas de Popper es la idea de progreso científico, que corresponde a un proceso de sustitución de teorías antiguas por otras de mejor calidad.  Para definir qué teorías serían mejores que otras, teniendo en cuenta su correspondencia con los hechos, Popper utiliza el concepto de verosimilitud o aproximación a la realidad, que presupone la noción de contenido de verdad y también de falsedad. Pero la idea de aceptar el concepto de verdad como el norte de la ciencia le costó trabajo y solo vino a utilizarlo después de la lectura de trabajos de un lógico matemático llamado Alfred Tarski, cuya teoría defendía el libre uso de la idea intuitiva de «verdad» como una «correspondencia con los hechos». Así, la verdad será ahora para Popper un horizonte por alcanzar (mismo que inalcanzable) y fuertemente ligada a la fiel correspondencia con los factos observados.
    Así, para que una teoría represente un nuevo descubrimiento, o un paso adelante con relación a una teoría contrincante, es necesario que tenga un mayor contenido empírico (que lo denominaremos calidad explicativa), que sea más consistente desde un punto de vista lógico, que demuestre una mayor idea de verisimilitud y que tenga un mayor poder predictivo.
    Su visión racionalista sobre el hacer científico le creó críticas de contrincantes de peso como Thomas Kuhn e Imre Lakatos. En general, sus críticos le recordaban que la ciencia es hecha por seres humanos, que además de su arsenal racional llevan consigo un tonel de cargas emocionales y de instintos de supervivencia (o sea, un barril de pólvora), y que esto los llevaría a defender sus teorías con portes menos elegantes y justos. Le recordaban que sus ideas de progreso científico, por la acumulación de contenidos, era una visión idealista y en algunos momentos claramente errada, pues el camino para generar nuevos saberes estaba repleto de intereses personales y económicos, a los que Popper no les paraba bolas. 
    Finalmente, se le achacaba el hecho de desconocer que la ciencia podría avanzar por saltos en vez de hacerlo por progresos continuos, y esto lo afirmaba Kuhn, para quien la ciencia progresaba por revoluciones o sustituciones de maneras de pensar, o quiebras de paradigmas, como ocurrió con el adviento de las ideas de la física cuántica, que nos llevó a enfrentarnos con conceptos que resisten sistemáticamente al sentido común, aquel que creemos tener la mayoría de los mortales.
    Sobre las teorías científicas se hace mucho énfasis en su descripción matemática. Mas esto es un equívoco pues varias teorías no son matemáticas o no son matematizadas. Un ejemplo es la teoría de la evolución, conocida como darwinismo. Popper la atacó intensamente en varias oportunidades, y no por su falta de narrativa matemática. Por ciertos motivos, y en cierta época, la tildó como metafísica, tautológica y refutable con cierta facilidad en ciertas circunstancias. Inclusive le retiró su título de teoría, y este asunto es fuertemente discutido en la actualidad.  Argumentos similares usó para atacar el psicoanálisis y el marxismo, retirándoles también sus estatus de teorías científicas. 
    En general los actores de las ciencias duras tienen claro la refutabilidad de sus teorías y se resisten a envolverse con filosofías, con religiones o con cualquier tipo de ideología. Saber que un trabajo de toda una vida puede ser destruido por un contraejemplo o por una nueva observación es claro y asimilable para ellos, pues hace parte de las reglas del juego. Sin embargo, refutar conceptos que se quedan obsoletos es arduo de asimilar para cualquier cura de cualquier religión, para ciertos filósofos que buscan explicar el sentido del mundo, o para los adoctrinadores de cualquier índole. Esta especie de neutralidad  y pureza popperiana, así como la aceptación a los vaivenes del saber que los científicos deberían ejercer serían sus mayores méritos, especialmente cuando soplan los vientos de la intolerancia, de los fanatismos y de los fundamentalismos de cualquier índole.

Carlos Humberto Llanos

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