jueves, 12 de agosto de 2021

Una reseña crítica de un ensayo de Malcom Deas sobre gramática y poder en Colombia


Malcon Deas es un historiador inglés, formado en la Universidad de Oxford. Su primer viaje a Colombia lo realizó en 1963, momento desde el cual empezó a venir con regularidad. Sus investigaciones han sido principalmente sobre historia de Colombia, Venezuela y Ecuador durante los siglos XIX y XX. Ha publicado ensayos acerca de temas como la historia del café, las guerras civiles, la historia fiscal, los conflictos políticos y la cultura. También, ha editado selecciones de la obras de Eloy Alfaro y José María Vargas Vila.
        Sus libros son básicamente recopilación de ensayos, y uno de ellos es Del poder y la gramática y otros ensayos sobre Colombia, publicado en 1992 por Tercer Mundo Editores, con prologo de Alfonso López Michelsen. El primer ensayo del libro tiene como título Miguel Antonio Caro y amigos: gramática y poder en Colombia, en donde hace un análisis historiográfico de una generación de políticos que tiene raíces en la burocracia imperial española que se reveló contra la metrópoli, durante el periodo de independencia, y que se estableció como actor del poder durante más de un siglo.
        Todo esto no tendría ninguna peculiaridad para llamar la atención, a no ser por dos hechos importantes. El primero es que los personajes citados no eran dueños de grandes tierras ni poseían grandes bienes comerciales, y el segundo es que los mismos eran notables gramáticos, filólogos, latinistas y, en su gran mayoría, conservadores.
        Durante el transcurso de su ensayo nos entrega datos interesantes sobre la organización (o la desorganización) social del país, victima de una serie de guerras civiles que afectaron el territorio nacional durante el siglo XIX (después de la independencia), así como la estructura social y psicológica de los núcleos elitistas que terminarían por ejercer el poder durante al menos tres décadas. Los efectos de tal situación fueron devastadores al comienzo del siglo XX: un país con los peores índices de pobreza en la región y victima de un analfabetismo extremo.
        Los personajes principales de esa élite republicana son Miguel Antonio Caro, Rufino José Cuervo, José Manuel Marroquín, José María Vergara y Vergara, Marco Fidel Suarez, Santiago Pérez y, de manera tangencial, Rafael Núñez y Miguel Abadía Méndez. Varios de ellos fueron presidentes, vicepresidentes, congresistas, diplomáticos, o ocupantes de importantes cargos en los gobiernos de la época.
        Es impresionante verificar la producción cuantitativa de dichos individuos. Por ejemplo, Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo escribieron una gramática latina que ganó prestigio en España y se publicó en varias ediciones. Caro se mostró como un gran conocedor de la obra de André Bello, cuya gramática era la más utilizada en Hispanoamérica, y escribió su Tratado del participio. Además, fue el redactor principal de la Constitución de 1886. Rufino José Cuervo publicó su libro Apuntaciones críticas sobre el leguaje bogotano con éxito rotundo de ventas en 1872, elogiado en un artículo de la Enciclopedia Británica como «referencia en el español de América». José Manuel Marroquín publicó su Tratado de ortología y ortografía castellana, con informaciones sobre el tema na forma de rimas (recordemos que estos ilustres personajes cometían algunos poemas), obra que en la actualidad se imprime y se vende por las calles bogotanas.
        Alrededor de Caro había otros gramáticos como Marco Fidel Suárez, que se sentía pleno cuando pescaba gazapos en los textos de sus enemigos políticos, incluyendo sus copartidarios, como José M. Marroquín y su delfín Lorenzo. Este último escribió una novela (Pax) para exponer las buenas costumbres de la Bogotá de entonces. Pues Suárez se vengó de sus dos desafectos escribiendo un texto de 150 páginas sobre los horrores gramaticales de la novela de ese tal Lorenzo. Por otro lado, sabemos de los delirios de Núñez por la lingüística, y que parte de sus sueños era que su amigo Caro tradujera sus versos al latín, como nos cuenta Daniel Samper Pizano en su libro sobre los presidentes colombianos.
        Pero para algunos de estos personajes, sus actividades no paraban en ser presidentes, congresistas o militares. Por ejemplo, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín y José María Vergara y Vergara fundaron la Academia Colombiana de la Lengua (Rufino J. Cuervo fue su miembro más preeminente), y eran miembros correspondientes de la Academia Española. Dicen que el número original de miembros era 12, correspondiente a las 12 casas de los conquistadores que se asentaron en la sabana el 6 de agosto de 1538. Claro, la mayoría de sus miembros eran conservadores; solo los líderes radicales Santiago Pérez y Felipe Zapata hacían parte del grupo, por sus amistades con los líderes godos.
        La academia fue aprobada en 1871 por la Academia Española, y fue la primera en América Latina en ganar este galardón. Como eran épocas de gobiernos radicales, tuvieron oposiciones fuertes. Los argumentos usados en su contra eran «ser los soldados póstumos de Felipe II», rezar el rosario durante sus reuniones y escribir la conjunción «y» así y no con «i», a la manera del detestable monarca. Los conflictos ideológicos de entonces abarcaban estos hechos estrafalarios, en donde se consideraba que el uso de la «y» era notablemente conservador, a pesar de que Caro decía que favorecer la «i» era un pecado atribuible a Felipe II.
        Pero del lado radical, y sus descendientes liberales, también había las preocupaciones lingüísticas. Por ejemplo, Rafael Uribe Uribe en algún momento de su prisión escribió el Diccionario de abreviado de galicismos, provincialismos y correcciones de lenguaje. Tomó, a la carrera, clases de latín para enfrentarse, con poco éxito, en el congreso con la mayor figura del partido conservador, Miguel Antonio Caro, que era reconocido por sus dones como latinista.
        Fuera de Rafael Uribe Uribe los liberales tuvieron a Santiago Pérez, líder radical y presidente del país entre 1874 y 1876; quien fue autor de la primera gramática colombiana, Compendio de Gramática Castellana, para uso de sus alumnos, pues era dueño de un colegio. También escribió un resumen de la gramática de Bello. Por otro lado, el vallecaucano César Conto, que fue un activista en los conflicto educativos que generaron la guerra civil de 1876-1877, escribió su Diccionario Ortográfico de Apellidos y de Nombres Propios de Personas.
        Malcom Deas nos dice que a pesar del siglo XIX haber sido la edad de oro de los lexicógrafos, gramáticos, filólogos y letrados vernacularizantes, no consigue explicar ese tejido imbricado entre poder y gramática filológica en Colombia; a pesar de haber estudios colocando tal fenómeno por el surgimiento de los nacionalismos en diferentes partes del orbe. Esto suele ser aplicado, por ejemplo, en las colonias independizadas de Norteamérica, en donde la inseguridad del nuevo estatus de nación independiente los hacía ser, en su inicio, más papistas que el papa con el rigor del lenguaje escrito y hablado, con la finalidad de aumentar la autoestima como pueblos soberanos.
        Pero en el caso colombiano, las inclinaciones lingüísticas de su clase dirigente no serían explicadas por algún tipo de nacionalismo tardío; teniendo en cuenta que sus dirigentes, sobre todos los del bando conservador, tenían una admiración devocional por España, divulgando a diestra y siniestra la idea de que las guerras de independencia no fueron guerras entre naciones sino, más bien, guerras civiles entre hermanos.
        M. Deas sugiere, sin explicar mucho, que habría algo más en juego, pues el dominio de la lengua estaría emparentado con el dominio de las leyes, al rigor sintáctico y semántico de los textos, y a la configuración de una proto clase, que sabía hablar, conocía los clásicos y, sobre todo, tenía el apoyo intelectual de los académicos de España, ¿serían tal vez los precursores de la «gente de bien», de la que hablamos hoy en día?
        Sin embargo, el autor hace énfasis en las preocupaciones, tanto de liberales como conservadores, en adoptar los métodos más adecuados, según sus ideologías, para ilustrar las masas analfabetas del país. O sea, cuál sería el sistema educativo a ser adoptado para Colombia. Y nos dice que este asunto es de vital importancia para entender las interminables guerras civiles que ocurrieron en el siglo XIX, o tal vez sea una de sus causas principales.
        Pero además de sus habilidades lingüísticas varios de estos protagonistas tuvieron actividades como educadores. José M. Marroquín también fue propietario de colegio. En el caso de este último, fueron adoptadas las normas de los jesuitas para adoctrinar a sus alumnos con el método de la «letra con sangre entra», en donde sus alumnos eran obligados a memorizar las rimas ortográficas de Marroquín. También sabemos que este personaje había sido profesor en la escuela de Pérez. Caro también abrió una escuela después de su retiro de la presidencia. Algunos de estos prohombres eran también profesores universitarios, tal como el conservador Miguel Abadía Méndez (último presidente le la hegemonía conservadora) que continuó con sus clases de derecho durante el ejercicio de la presidencia de la república, por el partido conservador.
        Sobre sus bienes comerciales, Miguel Antonio Caro fue propietario de la Librería Americana que pasó a las manos de José Vicente Concha, presidente conservador entre 1914 y 1918, y los Cuervo eran fabricantes de cerveza, precursores de la cervecería Bavaria. Y así, el autor se pregunta sobre cómo cuatro personas conectadas por la gramática, la filología, algunas escuelas y una librería podrían generar una clase política tan fuerte y decisiva en un país como Colombia.
        Como presidentes, políticos y escritores son poco recordados. Marroquín perdía Panamá mientras Caro y sus colegas debatían en el congreso si el texto propuesto por los EEUU era gramaticalmente correcto, o era un acuerdo o un contrato. Abadía fue presidente durante la matanza de las bananeras, denunciada por los discursos ya incendiarios de Gaitán, y por estar registrada en la novela de Gabo. De Marco Fidel Suárez no sabemos nada y de Rafael Núñez nos sobran sus dolidas estrofas del himno nacional. Sobre Rufino José Cuervo sabemos sobre la tentativa de Fernando Vallejo de canonizarlo en años recientes por su obra Diccionario de construcción y régimen de la lengua española; con fuerte oposición de escritores, tal como Julio César Londoño que describe a Vallejo como «el notario del notario»; o sea, aquel que registra aquella figura que dedicó toda la vida a registrar la corrección de la lengua castellana (que era hablada en una sabana muisca castellanizada), pero sin tener en cuenta que la lengua es algo vivo que evoluciona, por derecho, con la historia.
        M. Deas nos dice que los Caro, Marroquín, Cuervo y Vergara estaban convencidos que el poder debía ser ejercido por letrados descendientes de familias españolas., que vinieron a ejecutar cargos burocráticos. Y para estos letrados, el lenguaje correcto era parte fundamental del poder, y su cordón umbilical con sus ancestros españoles.
        Siendo la burocracia imperial española de las más imponentes de la historia (como lo afirma el autor), es comprensible que sus descendientes no hayan olvidado que lenguaje y poder son dos caras de la misma moneda. Pero no nos explica algo que muchos colombianos ya intuimos: que tal verborragia lingüística sería el huevo de la serpiente que nos impidió tener un estado laico durante décadas, y que tal fidelidad fundamentalista al rigor gramatical y filológico sería la semilla del «mamertismo» colombiano (otra máscara del godismo) que tantas vidas ha cobrado al país durante los últimos 70 años.
        Obviamente sostener esta hipótesis sería tema de estudios académicos. Pero la idea es esta: «la letra con sangre entra», tan vinculada en la didáctica conservadora impuesta desde la época, ya sería una forma de violencia. Y así, su estructura podría ser observada también en «el catecismo con sangre entra», que aparece en la represión sexual implementada en Colombia, por el sistema educativo adoptado y, posteriormente, en «el manifiesto con sangre entra», típico de lo que yo llamo aquí «mamertismo» colombiano.
        Tal vez un conocedor de Michel Foucault ya tenga la respuesta en la punta de la lengua, pero este no es mi caso. No quiero ser peyorativo, ni definir a priori que «mamertismo» sea sinónimo de izquierda, en el ámbito colombiano. Pero veo el último caso como una consecuencia de los dos primeros tipos de fanatismo; toda acción genera una reacción, por lo menos a largo plazo.
        Intento ver la misma estructura en los tres casos, para verificar cómo funcionan los mecanismos que generan el mismo síntoma: la violencia. Pero esto es un vicio mío de ingeniero. Obviamente, entrelazar violencia lingüística, violencia/represión sexual y violencia política (aparte de cuestiones partidarias) es un tema complicado, y tendríamos que ver la parte socioeconómica del asunto.
        Un punto importante en el ensayo de M. Deas, es que el aspecto de «lucha de clases», en este caso colombiano, queda algo desconectada de ideas socio-economicistas, pues los que detentaban los medios de producción, o riquezas materiales, no eran los lingüistas que estaban en el poder. Tal vez sea una falsa contradicción, pero sería interesante verificar si existe realmente. Caso contrario, descubriríamos (tal vez algo ya observado) que el conocimiento puede detentar más poder que los propios medios de producción, por lo menos en ciertas circunstancias.
        Este fenómeno podría ser explicado por la extrema pobreza de la sociedad colombiana después de las guerras civiles; en donde se aplicaría, de manera implacable, la vieja sentencia de que «en el reino de los ciegos el tuerto es rey». Algunos argumentos que he escuchado apuntan a que la sociedad colombiana tomó el camino del godismo por el fracaso del radicalismo en construir un sistema político ordenado y estable.
        Pero hasta aquí hemos hablado sobre letras y violencia, y hemos omitido conversar sobre las armas, y el respeto y los miedos que nos producen; pues cuando decimos que lenguaje y poder son dos caras de la misma moneda estamos afirmando algo bien sabido: que el poder está asociado a las armas, y que la estructura de las letras en sus aspectos léxicos, sintácticos y semánticos las vuelven armas, y las vinculan al poder. O sea, dejamos de hablar de letras y vocablos y ahora conversamos sobre gramática, del lenguaje estructurado, del lenguaje correcto, con sus leyes y pecados.
        Sobre esa falsa dicotomía de las letras y las armas observamos algo en don Quijote, en su discurso de las armas y las letras: «dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios».
        Y termina defendiendo el quehacer del soldado sobre el del letrado con estos términos: «alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a éstas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque en cada paso está a pique perder la vida».
        Mas aquí solo habla el personaje creado por el mayor exponente de las letras castellanas, quien opina sobre el riesgo de perder la vida, de la cuestión de miedo a morir, en el día a día del soldado, y quien tenía el poder de la palabra cuando discursaba. Pero bien sabemos que la trilogía secuencial miedo, rabia y culpa, en donde cada una genera la siguiente en un círculo vicioso (y esto lo podemos observar en los animales), en su grado superlativo se convierte en pánico, violencia y autodestrucción; algo que podemos observar en el estado actual de la sociedad colombiana.

Carlos Humberto Llanos

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