viernes, 31 de mayo de 2024

Sobre creadores y destructores

¿Somos dioses, en el sentido de que actuamos como «creadores» cuando usamos nuestras tecnologías?  Tal vez sí. Pero también somos destructores en dos frentes: por los efectos colaterales de nuestras «creaciones» y porque transformamos características de la materia consumiendo energía o liberándola, por ejemplo, en la fisión nuclear. Creo que esa particularidad tiene un rostro de simultaneidad (creadores y destructores al mismo tiempo), algo que ya Hegel había observado con su dialéctica, por cierto muy mal entendida, inclusive por sus sucesores marxistas. El problema actual es que no podemos controlar (o no queremos) los efectos colaterales de nuestras tecnologías y acciones. Y es difícil, si aceptamos que nuestras tendencias creadoras y destructivas deambulan en nuestra psiquis sin ningún control. Freud llamó a estas últimas instinto de muerte (Tanatos) y se lo hizo notar a Einstein en una misiva famosa. Y estas dos tendencias tienen dos características, bien estudiadas, en teoría de sistemas computacionales: paralelismo y concurrencia. En el primer caso, tenemos un aspecto esencial de la dialéctica real (y sin tapujos),  y en el segundo caso, los procesos concurren por recursos utilizables y deben permanecer en filas hasta ser atendidos. Tal vez los impulsos destructivos también se presenten externamente en la forma de guerras porque nadie acepta, de buen grado, permanecer en una fila. Así, creo que lo destructivo tiene dos vertientes simultaneas: nuestros propios instintos conflictivos internos y los efectos colaterales externos de nuestras acciones/tecnologías, que vagan sueltos como forajidos. Hay una cosa interesante, en la mitología hindú tenemos la fuerza destructiva como algo sagrado, necesario y transformador (la llaman Shiva); una fuerza que trabaja en el plano sintético. En el cristianismo, si somos coherentes y algo audaces, sería el Espírito Santo, que representaría la síntesis equilibrada; o sea, la acción destructiva revolucionaria, en donde tenemos control, conciencia y responsabilidad asumida sobre todos los efectos directos y colaterales de nuestras tecnologías. Este proceso nunca fue explicado claramente por curas y pastores pues, lejos de cualquier teología, sacraliza todo tipo de transformación que guarde aspectos de equilibrio, de responsabilidad que cada uno debe asumir en sus quehaceres diarios, ejerciendo su libre albedrío y, además, representa el aspecto pedagógico intrínseco de la vida. Solo así nos convertiremos en creadores eficientes y jugaremos no a ganar sino a empatar, con la dinámica de un jugador de ajedrez que hace una jugada pensando cómo va a reaccionar su contrincante. La ética del empate significa que estamos comprometidos en transformar conservando un equilibrio latente, lo que es esencial en la geopolítica actual, donde la naturaleza es nuestra contraparte, donde toda ambición de victoria contra ella equivale a un pasito hacia un suicidio colectivo.

(Carlos Humberto Llanos)

domingo, 5 de mayo de 2024

Sobre inteligencia...

 Algunos amigos me han pedido que hable un poco sobre lo que es inteligencia, sobre todo en el contexto de las nuevas tecnologías que usan el término «inteligencia artificial». Bueno, la primera referencia que tengo sobre inteligencia, por experiencia propia, es como una herramienta para eludir el bullying que se sufre en el colegio, pues cuando sabes hacer algunas cuentas de manera eficiente tus profesores tienden a admirarte y a colocarte como ejemplo para tus compañeros. Pero claro, tienes que ser suficientemente sagaz para  que no pasen a tratarte como un nerd, pues las cosas se pueden poner  aún peor de lo que eran.  En este caso, usamos la inteligencia para librarnos del sufrimiento; o sea, en primera instancia, la inteligencia es un arma, tal como una navaja afilada, o como un rifle Colt. Pero no es un arma tan democrática como una de fuego, que cualquiera puede disparar  bien con algo de entrenamiento, pues se requiere haber nacido con algún talento específico. Si estamos de acuerdo en que la inteligencia es un arma, podemos conversar sobre sus matices, algo que crea diferencias dependiendo del sujeto, de su personalidad. Digamos que si la inteligencia es vista sobre algún lente o, mejor, si ella debe atravesar algún tipo de artefacto parecido a un lente, podemos ver sus tonalidades, o observarla como un talento artístico, o como alguna capacidad para hacer cuentas, o probar teoremas, o como alguna habilidad para filosofar. O sea, es un arma para defenderse de algo, y que puede manifestarse en variadas formas. Algunos libros la definen como capacidad para resolver problemas o como capacidad de adaptación. Ahora tendríamos que analizar si resolver problemas y adaptarse a algo son cosas convergentes entre sí. Gerardo Schmedling diría que no, pues los problemas exigen solución mientras que la adaptación está vinculada con procesos y no a los  problemas: «procesos tienen inicio y finalización, solo eso», solía decir.  Esto nos da una idea de que los procesos son más generales que los problemas, y por lo tanto estarían más cerca de la inteligencia, por lo menos en su manera más genérica. Pero obviamente, que la vida como tal nos ofrece su característica de finitud, a la que podemos llamar de problema o de proceso. En el primer caso es un problema insoluble, en el segundo caso tenemos que echar mano de la aceptación. Diríamos así, que inteligencia además de denotar capacidad de resolver o de adaptarnos, puede significar también capacidad de aceptación de la vida, como algo limitado, tal como ella es. Pero podríamos tomar otro camino, pensar que la inteligencia es algún tipo de habilidad para hacer inferencias, o sea, de concluir cosas nuevas a partir de enunciados específicos. Esto envuelve aspectos de lógica, del uso de reglas que pueden ser seguidas consciente o inconscientemente. El asunto es que la habilidad para hacer inferencias es muy parecida a la dinámica de la inducción, esa pericia mal explicada e injustamente mal hablada, como las mujeres de la vida, de concluir cosas nuevas y generales a partir de datos e informaciones restringidas, como lo hacen los grandes descubridores o inventores en ciencia y tecnología, o los grandes artistas. Pero vamos por partes,  pues esa habilidad es ahora emulada por los motores de búsqueda basados en inteligencia artificial (IA); donde usamos artefactos como las redes neurales artificiales, que si bien entrenadas, se comportan como verdaderos oráculos. No es  por acaso, que dichos aparatos a veces son denominados máquinas de inducción, con el perdón de David Hume y de Karl Popper. Por ejemplo, los especialistas nos dicen que si tenemos suficiente cantidad de datos, esos oráculos puede responder cosas con la sutileza humana y con mucha mayor velocidad. Solo bastó que esas ideas un poco antiguas, con ayuda de los nuevos computadores, invadieran el área del lenguaje humano para crearnos la ilusión de que son seres vivos, y que pueden competir con sus creadores.  O sea, la IA ahora nos ofrece el paraíso terrenal: una cantidad de información, almacenada en una memoria infinita para el común de lo mortales, y una capacidad de inferencia que nos deja con la boca abierta. Si Borges se imaginaba un cielo como una enorme biblioteca, su destreza no le bastó para imaginarse un motor de búsqueda que le diera resúmenes, le hiciera recomendaciones y lo entregara conclusiones con lenguaje poético: el fin del mundo borgiano. Y  si al comienzo dijimos que la inteligencia no era un arma tan democrática así, ahora la IA la ha democratizado, y convirtiéndola en un rifle Colt virtual y más fácil de ser usada que navaja suiza. Ahora podemos pensar que la inteligencia ha dejado de ser la última trinchera de los tímidos, de los bobos del colegio, pues hasta un rudo e ignorante puede tener acceso a ella y convertirse en un hombre instruido, un macho alfa, y con tres testículos. 

(Carlos Humberto Llanos)